La voluntad de divertirse
Cineasta dotada y versátil, pero voluble y a veces hasta desconcertante, Anne Fontaine (Cómo maté a mi padre, Coco, antes de Chanel) se ha propuesto en este caso secundar a una Isabelle Huppert dispuesta a reírse de su imagen pública, desprendiéndose por un rato de sus personajes complejos, impenetrables, sombríos o envueltos en misterio para ponerle el cuerpo a una burguesa chic, igualmente fría, distante y despótica como responsable de una moderna galería de arte, pero con una oculta debilidad: algunas gotas de alcohol pueden, en ciertas condiciones, hacerla abandonar toda formalidad, dar rienda suelta a su secreta voluntad de divertirse y atreverse, por ejemplo, a bailar en el caño de un local suburbano de quinta categoría.
Semejante transformación no ocurre porque sí, sino como resultado del encuentro con un personaje que es su opuesto total. Veamos: Agathe vive, con su pareja de años, un distinguido editor, y el adolescente hijo de ambos, en un lujoso piso de un barrio elegante de París. El desconocido que irrumpe en su vida es Patrick, un buscavidas grosero, bebedor, desenfadado y vulgar, que ha conocido la cárcel, sobrevive gracias a la asistencia social y a esporádicas changas y se aloja, con su hijo también adolescente, en una camioneta prestada.
Los muchachos, compañeros de escuela, hacen de nexo. Hay reformas que hacer en la residencia y el confianzudo Patrick se hace cargo de ellas. Es inevitable que la convivencia acarree frecuentes choques con exigente dueña de casa, que éstos se hagan cada vez más ríspidos y que, como puede presumirse, al final no conduzcan a la guerra sino todo lo contrario.
La fórmula es casi tan vieja como el cine y es necesario contar con bastante chispa para renovarla. No les sobra demasiada a los guionistas -la propia Fontaine y Nicolas Mercier- que apenas distribuyen algunas ironías y una mínima cuota de humor y sólo proporcionar algo de entretenimiento sobre la base de un ritmo más o menos sostenido y en especial apoyándose en la eficacia de los actores, a los que no les hace falta esforzarse para explotar personajes que tienen mucho de clichés.
El registro de Isabelle Huppert, se sabe, es tan amplio que la habilita para lucirse en cualquier papel, aun en éste cuyas mudanzas se ven bastante artificiosas y al que ella sabe imponerle alguna gracia. A André Dussollier, gran comediante, le sobra autoridad y estilo para encarnar al editor que ha tolerado la frialdad y el carácter de su compañera con la elegancia de un verdadero caballero. Más fácil todavía le resulta el compromiso al cómico belga Benoît Poelvoorde, en un papel que ha sido concebido a su medida. Ellos constituyen el principal atractivo de esta comedia que poco agrega a los antecedentes de la irregular Fontaine.