El título ya lo anticipa, pero conviene aclararlo: Mi semana con Marilyn no quiere ser un retrato de la rubia más famosa del cine sino la recuperación de una memoria personal. Quien vivió tal semana e intentó conservar en un par de libros su visión y su singular experiencia al lado de la estrella se llamó Colin Clark, era hijo de un reputado historiador de arte y tenía 23 años cuando el azar, los buenos contactos familiares y su encendida pasión por el mundo del cine lo llevaron a ingresar en la compañía productora de sir Laurence Olivier como el más modesto de los asistentes. Era 1956 y la entonces flamante esposa de Arthur Miller, empeñada en demostrar que además de una bomba sexy también podía ser una verdadera actriz, había estado esforzándose en el Actor's Studio con la guía de Lee Strasberg y desembarcaba ahora en Inglaterra para filmar, al lado del "mejor actor del mundo" y dirigida por él, El príncipe y la corista , versión de una pieza de Terence Rattigan. El encuentro entre el gran artista y la máxima estrella debía ser un acontecimiento legendario, y lo fue, pero no por el éxito del film, un fiasco artístico y comercial, sino por los memorables desencuentros -por decirlo del modo más amable- entre Monroe y Olivier, acerca de lo que mucho se han explayado cronistas, historiadores y también los propios protagonistas.
Al basarse en los textos de Clark -testigo de ese borrascoso rodaje, pero también, con el tiempo, favorito de Marilyn, que hallaba en él compañía, complicidad y tierna contención y hasta llegó a hacerlo su confidente-, el film es al mismo tiempo la reconstrucción de un momento del cine y la delicada evocación de una casta historia de amor.
La protagonista excluyente es, en uno y otro caso, Marilyn. Y si el film no ahonda demasiado en su compleja personalidad ni indaga en el proceso de construcción del ícono en que ella iría a convertirse, en cambio acierta al deslizar algunos apuntes sobre las características que más tarde terminarían dañando su carrera y su vida personal. Y aquí es decisivo el aporte de Michelle Williams, cuyo elaborado retrato expone tanto a la estrella excéntrica e inestable, presa de su fama pero incapaz de prescindir de ella, como a la frágil, vulnerable criatura de pasado tormentoso que, sin embargo, es consciente del personaje público que ha creado y en el que puede transformarse cuando lo necesita en un abrir y cerrar de ojos.
Williams consigue lo más difícil, que sin parecerse demasiado a una Marilyn que de todos modos nadie podría representar salvo ella misma resulte creíble para el espectador. Y eso es obra de su minucioso estudio del personaje más que de maquilladores, peluqueros y vestuaristas, que han hecho un gran trabajo. Brannagh (como Olivier), Eddie Redmayne (Clark) y Judi Dench (Sybil Thorndike) son otras delicias de este film liviano y entretenido.