La exasperación.
En materia de apreciación artística, a veces los prejuicios funcionan como un contrapeso negativo que eventualmente vuelca la balanza hacia la sorpresa en consonancia con un film que aporta un mínimo quiebre para con el esquema esperado. Contra todo pronóstico, lo que parecía ser otra de esas comedias banales centradas en el patetismo de los estereotipos románticos, las estrellas avejentadas de turno y las locaciones turísticas, termina revelándose como una obra interesante que pone toda la carne al asador desde la primera escena, abriéndose camino bajo la forma de un drama -entre freudiano e inmobiliario- sobre las cuentas pendientes del pasado y los entretelones más infaustos de la dialéctica familiar.
Si bien es cierto que ya hemos visto en una infinidad de ocasiones la cantinela del “viejo zorro” que arrastra una crisis psicológica desde su niñez, siempre desparramando culpas entre sus semejantes o utilizándolos como chivos expiatorios de sus propios dilemas, hoy la dupla compuesta por Israel Horovitz y Kevin Kline logra elevar el nivel de la propuesta por sobre el triste promedio de Hollywood: el director/ guionista y el protagonista excluyente respetan a los personajes y jamás caen en facilismos narrativos en lo referido a los diálogos, aunque también resulta innegable que algunas situaciones del desarrollo bordean el golpe bajo, amagando con una catástrofe que afortunadamente no llega a materializarse del todo.
La historia gira en torno al atribulado viaje a París de Mathias Gold (Kline), un cincuentón que pretende vender un departamento que heredó de su recientemente fallecido padre, con quien mantuvo una relación distante a lo largo de su vida y en especial desde el suicidio de su madre. Por supuesto que las complicaciones no tardan en llegar y en esta oportunidad vienen de la mano de Mathilde Girard (Maggie Smith) y su hija Chloé (Kristin Scott Thomas), dos mujeres que le informan que no podrá disponer del inmueble porque el susodicho está sometido al régimen del “usufructo vitalicio”, lo que implica que Mathias deberá pagarle a Mathilde una suma fija de 2400 euros por mes hasta que la señora muera.
Entre una convivencia forzada, chantajes superpuestos, secretos de distinta índole, chistes idiomáticos, el ideario del perdedor, tendencias autodestructivas y una simpatía incipiente entre los personajes de Kline y Scott Thomas, el convite ofrece un retrato inesperadamente visceral de esa clásica exasperación redentora, obviando tanto los clichés de las películas para “adultos mayores” como las pavadas de las comedias para adolescentes de nuestros días, esas que el mainstream suele introducir con fórceps en productos de este tipo. Aquí llama la atención el buen desempeño de Kline, luciéndose en un papel que invitaba al exceso y que el señor aprovecha con vistas a exprimir el costado tragicómico de la trama…