Un trío actoral, al rescate
Menuda sorpresa le espera al protagonista de esta historia, un norteamericano casi sesentón, divorciado y en quiebra que desembarca en París -viaje en el que ha invertido lo poco que le quedaba de sus bienes- para hacerse cargo de la herencia que le ha dejado su padre: una elegante propiedad de dos pisos y jardín en el corazón del distrito del Marais.
Apenas llega, pensando en el dinero que podrá recaudar con la venta del legado, se entera de que el cotizado inmueble lo compró su padre cediéndolo en renta vitalicia a la dama británica nonagenaria que allí reside desde hace muchos años, lo que significa no sólo que ella goza del usufructo de la residencia de por vida, sino que además, si el heredero quiere alojarse en el lugar, deberá pagar mensualmente una suma -nada modesta, por cierto- en concepto de alquiler.
No será el único imprevisto: no hace falta que investigue demasiado para entender que entre su padre y la digna señora había bastante más que un vínculo inmobiliario; además, pronto sabrá que la anciana no está sola; vive con su hija, aún soltera, madura y aún atractiva, pero mucho menos acogedora que su mamá, que por otra parte goza de una nada tranquilizante salud de hierro.
Otra sorpresa vendrá, pero no le está reservada al protagonista, sino al espectador: porque lo que hasta ahí se presentaba como una comedia ligera adopta repentinamente tonos más oscuros. Los secretos de familia empiezan a revelarse, y con ellos se ventilan también las desdichas -en cierto sentido paralelas- que han sufrido tanto el recién llegado como la hija de la dueña de casa. Cada uno de ellos revivirá sus antiguos pesares, sus desilusiones, sus imborrables malestares.
A los 75 años, el dramaturgo Israel Horovitz -autor de más de setenta piezas teatrales, muchas de ellas llevadas al cine- se atrevió con The Old Lady a hacer su debut como realizador. Y, por lo que se ve, parece haber tomado muy al pie de la letra el consejo que una vez, según ha dicho, le dio Sidney Lumet: "Lo principal es elegir a los mejores actores del mundo para cada papel? y dejarlos hacer". Sin duda, eligió bien: Maggie Smith, Kristin Scott Thomas y Kevin Kline son capaces de conferir a sus personajes parte de la consistencia dramática que no le proveen ni un guión demasiado atado a la pieza original ni las largas y a veces redundantes parrafadas ni la linealidad de una dirección que a ratos intenta inyectar algún oxígeno a la trama valiéndose de imágenes de un París mirado con ojos de turista.
De todas maneras, son ellos tres y su compromiso con los respectivos personajes los que logran dotar a la historia de cierto interés, aunque los intentos de imponer emoción pulsando la cuerda sentimental lucen bastante forzados.