Sorpresa, sorpresa
En el debut como director del dramaturgo y guionista Israel Horovitz (New York, I Love You, 2008), el permanente juego entre el saber y el no saber es el factor clave que acompaña a Mi vieja y querida dama (My old lady, 2014).
Mathias Gold (Kevin Kline) viaja a París para hacerse cargo del bellísimo departamento que su padre le dejó al morir, pero al llegar a destino, descubre que allí vive Mathilde (Maggie Smith) junto a su hija (Kristin Scott Thomas). Todo se complicará aún más cuando se entere de que, según una ley francesa llamada Viager, no podrá heredar la propiedad hasta que Mathilde fallezca.
¿Cuál es el saber que posee el personaje de Mathias al pisar por primera vez París? Que tendrá a su disposición un departamento valuado en una alta suma de dinero y la posibilidad de empezar de cero en una nueva ciudad lejos de los fracasos profesionales y familiares que lo acecharon toda su vida. Tanto el espectador como el personaje poseen el mismo desconocimiento y descubren en simultáneo distintas realidades sobre el pasado de Mathías, y la conexión de Mathilde con su propia familia.
La aparición de su hija Chloé, quien funciona como un obstáculo en el film para complicar el objetivo que se pone el protagonista -vender la propiedad a toda costa-, encarna una relación de amor-odio en donde al final por supuesto triunfará el amor.
Aún así, los secretos que Mathias va descubriendo a lo largo de Mi vieja y querida dama, no son lo suficientemente sorpresivos como para sostener una hora y media de película. No se logra generar la reacción esperada por su director de “esa si que no me la veía venir” y como resultado final, nos quedamos con un film que ofrece solo algunos buenos momentos gracias a la calidad actoral de sus protagonistas, y claro está, de algunos paneos de la ciudad más linda del mundo.