Bella y conmovedora
Éste es, seguramente, el film más autobiográfico de Nanni Moretti, y no sólo porque nació de una experiencia real -la enfermedad y muerte de su madre, sucedida cuando él estaba terminando el montaje de El caimán- que lo lleva a asumir frontalmente el dolor de la pérdida, sino también porque lo coloca frente a sí mismo, con todo lo que ello puede implicar de confesión y de autocrítica, ejercicio éste que ha practicado con frecuencia. Lo hace a través de un álter ego femenino, la excelente Margherita Buy, puesta en el papel de una cineasta en quien no es difícil descubrir los rasgos de personalidad que se le reconocen como propios al cineasta italiano y que él mismo se ha encargado de exponer en varios de sus ensayos fílmicos en primera persona. Esta vez, se ha reservado un papel relativamente menor: es el hermano de la protagonista, con quien comparte el drama de la irreversible enfermedad materna.
La realizadora de la ficción, a la que no le faltan problemas personales (una relación que está terminando, una hija a la que no conoce en profundidad) ni inseguridades profesionales, está a su vez enredada en la compleja filmación de una película sobre el conflicto que se vive en una fábrica vendida a capitales norteamericanos y ocupada por los trabajadores que ven peligrar su fuente de trabajo. A todo ello se sumará la llegada de la estrella del film, un actor de Hollywood con humos de divo (John Turturro), que tropieza con un idioma que no domina y con las flaquezas de su memoria. A su cargo están algunas situaciones de Mia madre, incluido un momento de baile, probablemente destinadas a aligerar un poco el clima melancólico que acompaña el desarrollo de la historia, si bien Moretti mantiene prudente distancia del patetismo y descarta cualquier apelación a lo lacrimógeno. A Turturro, por su parte, parece divertirle jugar al límite de la macchietta.
El dolor de la pérdida es, por supuesto, el tema central, pero como suele suceder en los films de Moretti hay varios planos que se superponen. La figura de la madre (Giulia Lazzarini, gran actriz de teatro largamente vinculada a Strehler) está inspirada en la suya real, que era igualmente profesora en el mismo colegio secundario romano, aparece en situaciones y épocas diversas, durante la internación, y antes o después, en evocaciones, fantasías y ensoñaciones propias o de los suyos, en la memoria afectiva de la nieta adolescente, (a quien le toca protagonizar la bella, conmovedora y discretísima escena que informa del deceso), y aun en el recuerdo de algún alumno que la revela en otras facetas menos conocidas para ellos, pero demostrativas de su calidad humana.
No menos certero y rico en espesor dramático es el retrato de la cineasta en crisis, a quien la siempre bella Margherita Buy proporciona sensibilidad y vigoroso temperamento. De Moretti podían además esperarse -casi nunca faltan- precisas observaciones sobre el mundo del cine. Las hay y suelen ser filosas. Pero en esta oportunidad vale también destacar su desempeño como actor. Cálido, sereno y contenedor, él es quien asume la triste verdad que su hermana prefiere eludir y quien también le da apoyo y comprensión en su confuso presente, sus titubeos y su íntimo descontento profesional. En el juego de espejos que propone el inteligente guión, Moretti está cuestionándose a sí mismo, buscando hacer frente a sus propias dudas y planteándose sus propios interrogantes. Es quizá quien mejor ilustra lo que la protagonista pide a sus intérpretes: que el actor esté siempre junto al personaje. Con ello, su film gana aún más en profundidad y silenciosa emoción y al mantener la justa distancia del drama consigue mitigar el dolor sin suprimirlo, lo que engrandece su valor humano.