Junto a Jordan Peele ("¡Huye!", "Nosotros") y Robert Eggers ("La bruja"), Ari Aster es uno de los referentes del cine de terror autoral que se ha visto en el último tiempo. El año pasado estrenó su aclamada ópera prima "El legado del diablo". Ahora regresa con "Midsommar: El terror no espera la noche", una película ambiciosa, audaz y provocativa.
Después de una tragedia familiar, Dani (Florence Pugh), quien atraviesa una profunda crisis, busca refugio en lo que queda de su relación con Christian (Jack Reynor). Su pareja -que no entra en la categoría de novio ideal- no sabe muy bien cómo abordar la situación y a último minuto, casi por obligación, la invita a participar de unas vacaciones en Suecia con sus amigos de la universidad, quienes no tienen ningún interés en compartir sus aventuras con ella.
Una vez en Suecia, los jóvenes se dirigen hacia HŒrga, una comunidad rural a la que pertenece uno del grupo. Allí, entre los integrantes de la aldea que se visten de blanco con coronas de flores y practican un culto pagano, los estadounidenses se unen a la celebración del solsticio de verano.
EJERCICIO ETNOGRAFICO
Perteneciente al subgénero folk horror, "Midsommar" plantea una suerte de ejercicio de etnografía: se adentra en los rituales y las prácticas de un pueblo, como sucede en el filme "The Wicker Man", de Robin Hardy. También, desde la puesta en escena, sobre todo con la imagen de apertura del largometraje y las ilustraciones que usa la comunidad para recrear sus historias, la película se apoya en la tradición del cuento.
"Midsommar", además, guarda algunos puntos de contacto con su antecesora, "El legado del diablo". Si en la ópera prima de Aster la ruptura de una familia es uno de los temas principales, acá es la de una pareja. Ese proceso está atravesado en ambos filmes por los ritos de iniciación y la exteriorización del dolor de sus protagonistas.
Con "Midsommar", Ari Aster redobla la apuesta. En su segunda película, el director de "El legado..." busca -y encuentra- la oscuridad dentro de lo luminoso. A través de bucólicas imágenes con tonos pasteles, el cineasta se desliga de algunas reglas del género para contar en un ambiente idílico, una historia perturbadora que genera en todo momento incomodidad.