La felicidad y el cloroformo.
A lo largo de su carrera como realizador Jaume
Balagueró ha construido un andamiaje sólido
dentro del cine de horror como prácticamente
nadie en habla hispana: alejado del desparpajo
sardónico de Álex de la Iglesia y los enroques
sutiles de Guillem Morales, ejemplos
característicos de los dos extremos del abanico, el
catalán fue convirtiéndose de a poco en un adalid
-casi fundamentalista- del género, un verdadero
experto a la hora de apuntalar el devenir narrativo
a través de una estructura de tensión in
crescendo, detalles de humor negro y desenlaces
que siempre prometen una vuelta de tuerca. Su
primer opus en solitario luego de Rec (2007) y
Rec 2 (2009), ya sin Paco Plaza, no podía ser la
excepción.
De hecho, en Mientras Duermes (2011) nos
topamos con un regreso a los climas opresivos de
Los sin Nombre (1999), su extraordinaria opera
prima, aunque en esta ocasión atizados por
tendencias voyeuristas y distintos chispazos de
parodia social en función de las necesidades de
contenido de los thrillers de “invasión de hogar”:
homenajeando en buena medida al Roman
Polanski de Repulsión (1965), El Bebé de
Rosemary (Rosemary’s Baby, 1968) y El
Inquilino (Le Locataire, 1976), Balagueró articula
un relato clasicista que sorprende al obviar las
obsesiones sexuales y plantear en cambio una
motivación de índole existencial, aclarando desde
el inicio que la “noble causa” está sepultada bajo
la superficie.
Por supuesto que la historia ha sido visitada en
otras oportunidades aunque pocas veces con este
nivel de eficacia e inteligencia: César (Luis Tosar)
es un conserje servicial y expeditivo que detrás de
una fachada afable esconde una depresión
arrastrada desde muy lejos. Asqueado por la
sandez y el miserabilismo de los burgueses
patéticos que tiene por “jefes”, el señor considera
que sufre de una incapacidad crónica para “ser
feliz” y canaliza dicha situación en el seguimiento
de Clara (Marta Etura), sin dudas la vecina más
simpática del edificio. Ahora bien, el meollo de la
cuestión radica en la botellita de cloroformo del
protagonista y sus constantes incursiones
nocturnas en el departamento de la pobre chica.
Así como los arquetipos idiosincrásicos
dictaminan que la mujer paulatinamente
desarrolla una compulsión orientada a “agradar” y
los hombres a intentar “lucirse”, cuando se
traduce la ecuación comunitaria a los resortes del
suspenso por lo general pasamos a los terrenos
del sadismo de propensión fetichista, en el caso
del hombre/ victimario, y del “objeto del deseo”
lustroso pero hueco al fin, en el caso de la mujer/
víctima. El guión de Alberto Marini, con quien
Balagueró ya había trabajado en Para Entrar a
Vivir de la excelente saga televisiva Películas
para no Dormir, exacerba el dualismo apelando
al bello recurso hitchcockiano de centrarse en el
punto de vista del villano, ese gran baluarte del
enigma.
Resulta alarmante que cada vez tengamos menos
ejemplos de films -macabros de verdad- que
ofrezcan “el sentir” del psicópata, en la balanza
maltrecha del panorama actual prevalecen la
cobardía y el automatismo berreta (existen
cientos de convites narrados desde los labios de la
víctima y/ o los pies del encargado de la cacería).
Mención aparte merecen la maravillosa labor de
Luis Tosar, aquel temible Malamadre de Celda
211 (2009), y el retorno del genial Carlos Lasarte,
entregando otro porteño intolerante de clase
media. El director administra con mano maestra
los engranajes de la trama y en el trayecto
consigue una obra exquisita acerca de la
misoginia y la búsqueda de la más perversa
felicidad…