Perdido En Miró. Las huellas del olvido (2018) la documentalista Franca González (Tótem, Al fin del mundo) va tras los rastros de Mariano Miró, un pueblo desaparecido en la provincia de La Pampa que hoy yace sepultado bajo campos sojeros. En el norte de la provincia de La Pampa existió durante algunos años de principios del siglo pasado Mariano Miró. El pueblo, habitado por 500 habitantes solo existió por algo más de diez años (1901 -1912). Y con el tiempo también desapareció de la memoria colectiva de la gente. Pero hace cuatro años un arado desenterró por casualidad una serie de fragmentos físicos que pertenecían a los habitantes de Miró y se produjo un redescubrimiento. Franca González revuelve entre los escombros y la memoria para reconstruir la otra historia de Miró. Un pueblo desaparecido del que poco se sabe es de por sí una historia atrapante para un documental. Los abordajes pueden ser disimiles como así también los resultados. González, con una vasta experiencia en el cine documental poético, lo trabaja de un modo arqueológico en paralelo a la investigación que realiza un grupo de arqueólogos de la UBA. La historia en si es casi anecdótica y ante la carencia de información no hay mucho que contar más lo básico que ya se sabe, pero lo interesante en Miró. Las huellas del olvido son las historias que se esconden detrás del pueblo desaparecido. Historias mínimas de aquellas familias que habitaron el lugar. Una serie de relatos intimistas narrados desde diferentes ópticas con versiones que se contradicen de acuerdo al punto de vista. Evitando caer en los lugares comunes de la voz en off y el recurso del archivo visual para trabajar el relato desde el pasado, González filma el espacio físico desde el presente a través de un lapsus temporal donde no siempre es igual y cuenta la historia a través de una serie de cartas que conducen al espectador hacia un pasado imaginario. Miró. Las huellas del olvido es un documental sobre la perdida, pero no sobre la perdida física, aunque la historia se centre en un pueblo que ya no está, sino sobre la perdida de la memoria histórica ante lo que algunos decidieron que era preferible olvidar.
En el norte de La Pampa existió un pueblo que hoy yace tapado por sembradíos de soja. Su vida se cortó abruptamente en 1912 y muy poco sobrevivió de él en la memoria de los pobladores de la zona, hasta que hace cuatro años los alumnos de una escuela descubrieron que algo brillaba en la llanura. Eran miles de fragmentos desparramados y removidos por los arados que, al juntarse, ponían al descubierto enseres domésticos que estaban allí enterrados como un símbolo de que Miró había existido como pueblo. Sobre esta base la directora Franca González elaboró un cálido documental que revive, con entrevistas, fotos y recortes de diarios, lo que fue ese lugar que se halla escondido desde hace 106 años.
Franca González, pampeana ella, se obsesionó en los últimos años con la historia de Miró, un pequeño pueblo fundado en 1901 por mayoría de criollos e inmigrantes italianos a la vera de las vías del ferrocarril. Llegó a tener unos 500 habitantes, almacén de ramos generales, hotel, bar, escuela, comisaría, peluquería, herrería y hasta un prostíbulo. Pero en 1912 fue abandonado por la gente, que se trasladó en su mayoría a localidades cercanas como Aguas Buenas y Alta Italia. Hoy quedan pocos vestigios (básicamente lo que fuera la estación del tren) y casi ningún recuerdo. Este país tiene un problema serio con la memoria y, a nivel económico, las plantaciones de soja han arrasado con (casi) todo. Por suerte, todavía quedan cineastas como González que, a las búsquedas estéticas y hasta podríamos decir líricas de este film (la fotografía es bellísima y combina minuciosos planos fijos con panorámicas a puro drones) le suman un sentido detectivesco (y por momentos del orden de lo antropológico) al relato. Cartas, planos, objetos y algunos testimonios son las piezas que la realizadora va encontrando para reconstruir un rompecabezas escurridizo y enigmático. “Una especie de pequeña Pompeya”, resumió con acierto González. Por momentos, puede que la carga melancólica resulte un poco recargada, pero al fin de cuentas es algo lógico, ya que se trata de un viaje a un pasado del que casi no quedan registros. Su película es un viaje en el tiempo. Un pertinaz, obstinado trabajo de investigación. Un antídoto contra el olvido.
Desenterrando misterios del pasado La directora de Al fin del mundo aborda la historia de un pueblo pampeano perdido con las mejores herramientas del cine. Que en Miró, las huellas del olvido –documental sobre un pueblo de La Pampa que tras su desaparición quedó enterrado bajo campos de soja– no se pronuncien ni una vez palabras como memoria, destino nacional o metonimia, habla del apego de la realizadora Franca González por lo material y concreto, y su correspondiente rechazo por poner el carro de las metáforas y las tesis por delante de hechos, personas y cosas. Con una llaneza que antes que limitación suena a política ética y estética, y una serenidad que se corresponde con el ambiente campero que constituye su territorio, González no “usa” el caso del pueblo Mariano Miró como alegoría ni intenta “desentrañar su verdad”, esa pretensión televisiva. En lugar de eso aborda su historia de modo fragmentario e inconcluso, como quien sospecha que ciertos misterios (todos, tal vez) no pueden develarse del todo. Da voz a los descendientes de sus escasos habitantes para que narren, como una crónica en pedazos, la fundación, escasa vida y temprana muerte de un pueblo del norte de La Pampa, un siglo atrás. Pariente en intención, tono y paisajes de Carta a un padre, de Edgardo Cozarinsky (2013), el de Franca González (realizadora de Liniers, el trazo simple de las cosas, 2010, y Al fin del mundo, 2014) es de esos documentales que no son subsidiarios de lo real (fechas, hechos, datos de contexto, linealidades cronológicas), sino que reconstruyen lo real con herramientas cinematográficas y desde el cine. De a poco y a medida que el propio relato lo requiere se va “desenterrando” la historia de Mariano Miró, fundado en 1901 por inmigrantes piamonteses junto a la estación de tren de la que, a la inversa de lo que suele suceder, tomó el nombre. Como los pueblos del oeste norteamericano, Miró se extendía en forma lineal a lo largo de unas pocas cuadras. Contaba con algunos comercios (dos tiendas de ramos generales, una herrería, un bar al que no se designa como pulpería pero probablemente lo fuera) pero carecía de parroquia y de plaza principal. ¿Serían ateos esos piamonteses? Difícil, pero vaya a saber. PUBLICIDAD Los propios habitantes, duchos con sus manos, construyeron sus casas. Diez años más tarde y debido a que los Santamarina, propietarios de las tierras, las reclamaron de vuelta, los vecinos deshicieron lo hecho. Gesto que aunque no se diga (lo que importa no se dice aquí; se da a pensar) parece revestido de orgullosa belleza trágica. “Que no quede ni una chacra en pie”, se dijeron, como conjurados. Franca González trabaja con lo que hay. No recurre a tontas animaciones o artificiosas reconstrucciones para reconstruir lo que no está, porque el tema de la película es justamente eso: lo que ya no está. En Miró, las huellas del olvido, lo que no está se reconstruye mentalmente, gracias a geógrafos que analizan los pocos mapas municipales que se conservan, especialistas en población que desagregan datos ferroviarios de llegadas y partidas a o de un pueblo que llegó a tener 495 habitantes. Un par de añosos descendientes (uno de ellos atraviesa vallas y monta pingos con asombrosa agilidad) reconstruye a su turno lo que recuerda de los relatos de los mayores, y una voz en off asume por un rato la identidad de uno de ellos, llamado Bruno, leyendo las bellas cartas que escribió desde acá a su hermano en Italia. Si toda película ganadora necesita de su cuota de suerte, Franca González indudablemente la tuvo con esas cartas. Bruno no sólo sabía construir casas, sobrellevar inundaciones y sequías, arar la tierra desde el primer al último rayo de sol y tener un montón de hijos. También sabía escribir, y muy bien. Como subjetivas imaginarias de aquellos chacareros, la cámara empuñada por Pablo Parra se detiene ante paisajes pampeanos, amaneceres, caídas de la tarde en tonos durazno, algunos de los cuales parecen pintados por algún impresionista de la zona. Un arqueólogo y su asistente desentierran restos de utensilios, un paisano establece con exactitud dónde estaban las medianeras de las casas, recurriendo a la radiestesia. La técnica remite a un fuera de campo, a lo que no se ve. Igual que la película, que sin hacerlo explícito vuelve hacia atrás en el tiempo de la Argentina, hasta el momento en que un proyecto de país parecía edificarse, pero con inmigrantes que no eran los que sus diseñadores soñaron. Tal vez por eso estos piamonteses no queridos terminaron siendo protagonistas de “una historia fallida que se soterró”, como dice alguien por allí. Que se soterró, pero se desentierra ahora.
Es un documental muy personal, rico y creativo realizado por Franca González, una realizadora pampeana que nació cerca del lugar protagonista y se fascinó con la historia de un pueblo que desapareció sin rastros y hoy sus cimientos están cubiertos por los sembrados de soja. Mirò fue fundado en l901, Tenía mucha población de inmigrantes, y como muchos pueblos que nacieron después de la conquista del desierto, se desarrolló alrededor de la estación del ferrocarril (lo único que queda en pie) y tenía escuela, almacén de ramos generales, comisaría, hotel para viajantes, y hasta un prostíbulo. Diez años más tarde lo cubrió el olvido. Por casualidad unos estudiantes de picnic encontraron restos de la existencia de Mariano Miró. La realizadora muestra la búsqueda de arqueólogos, profesionales y amateurs, los registros del ferrocarril, unas cartas y el hallazgo de poner testimonios en off para reflexionar sobre el vacío y la ausencia, y si la falta de registro también se debe al trauma del fracaso que no merece ser recordado. Todo el film se erige como un símbolo de lo que ocurrió en nuestro país, con la prepotencia y la crueldad de la mano del poder.
Este documental de la realizadora Franca González, tratando de recuperar los vestigios enterrados de Mariano Miró, un pueblo de transición en el que inmigrantes hicieron sus primeros pasos en el país, desnuda la idiosincrasia local en su peor vertiente. En ese descubrir el pueblo enterrado, casi por casualidad, y el no contar con elementos discursivos sobre la memoria del lugar, se manifiesta la crueldad con la que el paso de la historia y los modelos económicos determinan todo.
Pocos asuntos tan melancólicos, y fascinantes, como el de los pueblos que desaparecen. Pero de Mariano Miró, en La Pampa argentina, no queda nada, ni ruinas ni casas abandonadas, casi ni el recuerdo. Este documental, de la pampeana Franca González, nace a partir de un descubrimiento fortuito, el de los chicos de una escuela rural que vieron algo brillar en la llanura. Ahí, en medio de la nada, empezaron a emerger cientos de fragmentos de lo que fueron casas y comercios para unos 500 habitantes. Miró, las huellas del olvido, es una especie de crónica arqueológica, que va reconstruyendo con lo poco que queda la historia de ese lugar, dejando para el final la gran pregunta, ¿porqué se fueron?, ¿qué fue lo que pasó? La directora acompaña y pregunta. Elige, discutiblemente, usar el off de los testimonios, cuando los pocos que aparecen frente a cámara aportan una enorme riqueza -hay que ver al descendiente de una familia pobladora, hoy veterano, saltando alambrados y subiendo al caballo a pelo mientras evoca historias-. Pero aún así, el recorrido al que invita el documental, por mapas y documentos, por fotografías y un puñado de historias tristes, en la fotogenia increíble del territorio que fundó la literatura argentina, tan distinto del actual, es fascinante. Sin bajar línea, porque no hace falta y el material no lo merece, Miró va creciendo como relato y símbolo, si se quiere, de cómo a la historia también se la puede tragar, literalmente, la tierra.
Franca González es una documentalista con una extensa trayectoria en el formato televisivo, de investigación y de unitarios documentales que ha trabajado dentro del equipo de la destacada Clara Zapettini y que ha participado de competencias internaciones y obtenido diversos premios con sus trabajos anteriores “Atrás de la vía” y “Tótem”. Pero sin dudas, su trabajo más reconocido por el público, es el que realizó al ganar una beca de estudios en Canadá, retratando de manera singular al dibujante y humorista Santiago Liniers en “Liniers, el trazo simple de las cosas”, una mirada sensible y personal sobre los caminos del arte y el proceso creativo, pero que también se hacía eco del desarraigo y del cambio de mirada que propone el hecho de ser becario en el extranjero. Su trabajo anterior “Al fin del mundo” (disponible en la plataforma gratuita www.cine.ar) es el que está más claramente emparentado con este último trabajo, su quinto documental: “MIRO, LAS HUELLAS EL OLVIDO”. Así como antes había dejado que su cámara tomase la vida cotidiana y el devenir de algunos de los habitantes de Tolhuin, un pequeño pueblo en Tierra del Fuego, ahora es el turno de un pueblo que en algún momento existió y del cual, quedaron solamente sus muros escondidos debajo de los campos sembrados de soja. Este pueblo fantasmático es justamente el MIRO del título y se encontraba en el norte de la Provincia de La Pampa hasta desaparecer por completo en 1912. A partir de un trabajo realizado por alumnos de una escuela rural, que en ocasión de hacer un picnic encontraron fragmentos de objetos que, removidos por los arados, brillaban en la tierra, Franca González comienza a plantear la reconstrucción de la historia de este pueblo que tanto tiene que ver con su propia historia (la directora es nacida en General Pico) y la de su familia de origen. Un candado, la pieza de una balanza, trozos de botellas o platos de porcelana, partes de una tetera, llaves… todos objetos que permitirán contactarse con un pasado, hoy olvidado y que generan diversos disparadores, pero que básicamente apuntan a la memoria, el olvido y la desaparición; a un pasado oculto en el recuerdo de los descendientes de sus pocos pobladores que 110 años después darán cuenta de su existencia. El relato se completa con registros del ferrocarril –momentos de gloria de Miró-, fotos, postales, fragmentos de cartas donde los habitantes/fundadores relatan sus primeras impresiones del pueblo, sus sueños y sus expectativas, van conformando el rompecabezas que lentamente arma la directora para adentrarnos en la historia. La técnica de Franca González nuevamente privilegia la geografía por sobre todos los otros elementos: el paisaje se erige como el protagonista excluyente. Las presencias, los testimonios, las voces que dan cuenta de la existencia de Miró no son protagónicas sino que irán acompañando la potencia de las imágenes. Bellísimas postales que van ganando cuerpo a través de los testimonios, pero que siempre se encuentran por sobre el resto de los elementos del relato. A contrapelo de otros documentales de ciudades como el excelente “Construcción de una ciudad” de Néstor Frenkel o “La gente del rio” de Martin Benchimol y Pablo Amparo, en donde la figura de los habitantes de estas ciudades eran el andamiaje de la fuerza del relato y generaban una particular empatía con el espectador, González elige sólo mostrarlos en contadas ocasiones. Prefiere que algunos relatos queden como voz en off, como una silenciosa invitación a que contemplemos algunas situaciones cotidianas que se desarrollan sin poner demasiadas palabras, confiando mayoritariamente en la fuerza de sus imágenes. Es por ello que “MIRO, las huellas del olvido” es visualmente potente y estéticamente bello, pero en este caso (como ya sucedía en “Al fin del mundo”) la decisión de la directora de tomar cierta distancia de los personales que son convocados como parte del relato, hace que ese rigor formal no deje espacio para que aparezcan la emoción y la espontaneidad. Nos deja, en parte, con esa sensación de querer saber mucho más de quienes aparecen en el film tan brevemente, voces que también son parte integrante de la historia más allá de las hermosísimas postales.
“Ya casi nada se parece a mis recuerdos”. Miró, las huellas del olvido (2018) reconstruye con mucha paciencia la historia del pueblo homónimo, fundado en La Pampa a principios del siglo pasado. Lo hace a través de los testimonios de algunos de sus ex habitantes y testigos. El documental se convierte de a poco en un testamento antropológico de Miró, pero sin pretenderlo. Es un documental en el sentido más puro del término, un documento que registra la ausencia de este pueblo, sus restos encarnados en los habitantes que lo sobreviven. Lo fascinante de la obra es su manera de escudriñar en cartas, fotos, mapas, entrevistas e, incluso, una llamada telefónica, para reconstruir el pasado del pueblo desaparecido. Como si articulando la perspectiva de cada individuo y los pocos objetos y medios que los circundan se pudiera uno acercar a una época perdida. O siquiera pretenderlo. Porque ¿cómo se puede evocar un lugar si no hay cosas para traerlo de vuelta? Viendo el film surge el temor efímero de que estos testigos entrevistados fallezcan y ya no haya más relato que el recogido acá. Es en ese momento donde el documental se convierte en un registro que además cuida los planos dedicados al pueblo, hurgando en el olvido, poesía que queda tras la ausencia. “Está quemando cartas, fotos, casi todo lo que trajo”. Pero no se trata de una reconstrucción engañosa la del documental. Mucho menos de pretender ser imparcial. Es una elaboración como la que se hace en una escena con vasijas rotas encontradas en el terreno donde solía estar el pueblo. Se trata de vasijas rearmadas pedazo a pedazo y con piezas faltantes. González no quiere enmendar lo olvidado, sino exponerlo. Y para ello incluye, por ejemplo, lo que ya no es recordado por quienes entrevista, como el nombre de un restaurante que existía en el pueblo o los testimonios de a ratos dubitativos de algunos. A esto se suman la cinematografía y la música de la película que enriquecen lo observado. Pablo Parra y Guillermo Pesoa no adornan fútilmente las imágenes. Más bien buscan un sentido otro a las palabras que escuchamos. Es como si estuviéramos a la expectativa de un resurgimiento que queremos que llegue, pero nunca ocurre: el de un lugar acallado a fuerza de que quienes vivieron ahí hace más de un siglo se sobrepongan a la mudanza, a costas de no recordar la migración obligada o por el simple (e implacable) paso del tiempo. Sea como sea, queda este documental como una piedra del recuerdo, así como lo hizo Liebig (2017). Sólo que Miró va un poco más allá porque el pueblo que hurga ya no existe sino a través de objetos enterrados, algunas palabras o algún registro. Quedarán estas imágenes como quien explora en el olvido hasta que recuerda, apenas por un instante, la palabra perdida. “No pienso mirar atrás”.
Los modos en que la cámara narradora de Franca González se expresa, tan creativamente, en su ultimo documental, el fascinante Miró, las huellas del olvido. Como cuando por ejemplo, ingresa a una sala de cine desde un patio y una puerta que se abre y comienza a proyectarse un noticiero de Sucesos Argentinos sobre los prodigios de los inmigrantes trabajando la tierra en esa consigna alberdiana de “Gobernar es poblar”. Eso que ya de por sí podría ser una fatigada referencia a la imagen de archivo, se convierte en Miró en la punta de gran arsenal de sutilezas. Objetos cotidianos desenterrados por arqueólogos aficionados en medio de un campo recién cosechado, voces de descendientes o ex habitantes, la cita al fotógrafo Luis Monreal y fotografías en blanco y negro que registran el mundo del trabajo del campo en ese principio de siglo. Una carta leída en off que un hombre llamado Bruno escribe a un hermano llamado Franco busca el tono de un presente que el film de Gonzalez intenta entender. Desde lo fotográfico, si era difícil captar los tonos de sol pegando en las hojas de la soja, o el cielo tormentoso y el arco iris y el reflejo entre los árboles, la fotografía de Pablo Parra soluciona ampliamente ese desafío y le aporta, además, al espacio pampeano una dimensión fantasmal como el paisaje a la hora de la siesta. Junto con ese registro visual, las texturas sonoras de Guillermo Pesoa (con la misma intensidad que en Al fin del mundo). “Nací en La Pampa, muy cerca de donde se encontraron los restos de Miró”, dice la voz de González en un fuera de campo. Es que lo personal o familiar se cuelan en este relato sobre un pueblo fantasma del norte de la provincia de La Pampa fundado apenas empezado el siglo XX y abandonado una decena de años después. Las causas de ese abandono se irán desentrañando a lo largo del relato, vislumbrando una historia de pioneros migrantes, y de terratenientes sin prurito, una red ferroviaria abrumadoramente grande y pequeñas estaciones a las que llegan solo 9 pasajeros. Sin embargo, como mera referencia lo subjetivo nunca termina de interferir sobre lo que realmente importa aquí: la historia de Mariano Miró, un pueblo desaparecido. Explicaciones de dónde pasaba la calle principal y se extendían las casas, lecturas sobre un mapa de catastro y un cámara cenital que abre una gran panorámica con la vía de tren y un camino de tierra que en “L” incluye el campo donde estaba el pueblo. Lo que toca es imaginar a partir de las representaciones, las fotografías y los relatos. La película empieza con dos hombres que llegan con sus linternas a la vieja estación. Un ingreso algo detectivesco que marca el tono del documental que también se deja algunos secretos guardados, como el rostro de María, la gringa nacida en 1921 de cuya voz escuchamos algunos recuerdos posibles y una canción de la infancia. Cine Gaumont – Espacio INCAA (CABA) 13:30 hs. 21:30 hs. MALBA Cine (CABA) Domingos de julio 18:00 hs.
En el norte de La Pampa existió un pueblo que hoy yace tapado por la soja. Su vida se cortó abruptamente en 1912 y muy poco sobrevivió de él en la memoria de los pobladores de la zona. En este documental se investiga y recupera su extraña y misteriosa historia. Esos famosos pueblos fantasmas o ciudades tapadas por el tiempo y el olvido, uno imagina, existieron siglos y siglos atrás. Uno ha visto excavaciones recuperando objetos de antiguas culturas milenarias hoy ya desaparecidas y sabe que han habido pueblos enteros arrasados por ejércitos victoriosos o por las inclemencias del tiempo. Pero uno no supone que esas cosas sucedieron en la Argentina apenas un siglo atrás, en el medio de la llanura pampeana. Nos resulta difícil pensar que un pueblo entero haya desaparecido como tragado por la tierra y pueda empezar a ser recuperado como esos antiguos sitios cuya existencia es probada en las profundidades de la tierra. En este documental, que va de lo más observacional a lo narrativo, Franca González va develando esa historia y, en paralelo, la propia existencia de Mariano Miró, un pueblo que existió por poco más de una década –la primera del siglo XX– y que se extinguió por motivos que ya descubrirán viendo el filme. Hoy, donde estuvo Miró, hay plantaciones de soja. Del pueblo no ha quedado casi nada visible y ni siquiera la gente lo recuerda, más que por algunas mitologías y fábulas populares que se tejieron sobre su existencia. MIRO: LAS HUELLAS DEL OLVIDO bucea en ese misterio, mostrando los escenarios, compartiendo el trabajo de los que intentan redescubrir ese pueblo y haciendo escuchar las historias de su existencia, breve y olvidada, en el norte de la provincia de La Pampa, una llanura eterna que no invita en principio a imaginar este tipo de historias extravagantes. Pero esas leyendas existen, o existieron, y el cine tiene como una de sus misiones posibles servir como testimonio del paso del tiempo y como memoria de un país que, como prueba la misma película, deja que la lógica económica de la explotación de la tierra –a principios de siglo XX y un siglo después también– se lleve puesta su historia.
LA IDENTIDAD RECOBRADA En un momento del documental Miró. Las huellas del olvido, se escucha la voz de un hombre afirmando que “las historias pujan por salir”. La trama que impulsa a esta película es de carácter espectral: un pueblo llamado Mariano Miró, fundado en 1901 por inmigrantes y abandonado en 1912 para trasladarse a otros lugares aledaños. Del mismo modo que los arqueólogos remueven la historia para extraer los objetos perdidos, la directora Franca González bucea en una identidad recobrada, una búsqueda motivada por una especie de obsesión. La reconstrucción abarca desde los relatos orales, los recuerdos, hasta registros y documentos. Sin embargo, hay algunos detalles que por la vía afectiva poseen un peso simbólico determinante: por ejemplo, el emotivo momento en que un plato es rearmado a partir de los pedacitos hallados. Un signo es capaz de sustituir una catarata de palabras y discursos trillados y bastardeados en los tiempos que corren, a la vez que confirman un legítimo movimiento hacia la materialidad misma del cine antes que a los gritos publicitarios imperantes. Lo particular conduce a una estructura socavada que asoma a partir de las imágenes en torno a una gigante tierra baldía, asolada por la explotación sojera y la ausencia de aquellos ferrocarriles que alguna vez le dieron vida. En este sentido, los mismos inconvenientes del presente son rastreables en el pasado, confirmando el eterno retorno de los problemas en la Argentina. Esta estampa es captada por la cámara con los silencios y los tiempos muertos necesarios, acordes a la soledad y el vacío en que han quedado sumidos los sueños de una población. No es La Pampa esta como expresión de libertad en el Martín Fierro; tampoco la de Borges, aquella que en la hora de la tarde “siempre está por decir algo”. Más bien se trata de un enorme espacio devastado en el que apenas existen raptos de belleza bien captados por una fotografía notable. Sin embargo, la película posee un gesto detectivesco capaz de dar a entender que una especie de conspiración entre los habitantes hizo desaparecer al pueblo debido a un reclamo de las tierras. Tal vez, el punto más objetable de Miró. Las huellas del olvido sea su exacerbado estatismo como la melancolía muchas veces rebalsada. Es lógico tratándose del tema abordado, aunque “esas mismas historias que pujan por salir” no necesariamente encuentran la vena adecuada para sostener el interés durante hora y media.
La directora con cierta melancolía nos muestra un lugar que tuvo vida, un pueblo pequeño en la Provincia La Pampa, su estación de tren Mariano Miró, se inauguró en diciembre de 1901 donde viajaron tan solo 9 pasajeros, ese número con el transcurso de los años fue creciendo en 1906 ya viajaban cerca de 2000 personas. Pero en 1912 la zona quedo casi abandonada, como muchas zonas se transformo en un pueblo fantasma y quedo todo escondido bajo plantaciones. Poco se sabe del lugar, pero con la ayuda de un grupo de arqueólogos de la Universidad de Buenos Aires se reconstruyó parte de nuestra historia, se fueron encontrando cartas, fotos, planos, candados, monedas, objetos, algunos testimonios y una investigación que sirve para recuperar el conocimiento de un territorio olvidado.
Hubo un tiempo en la Argentina, cuando estábamos considerados “el granero del mundo”, que la gente construía un pueblo alrededor de una estación de tren para afincarse allí, y trabajar en el campo. Esa modalidad fue común en los territorios fértiles como la llanura pampeana. Pero en el caso del paraje Mariano Miró, que llegó a tener casi quinientos habitantes, los pobladores, casi todos inmigrantes italianos, se instalaron en el norte de la provincia de La Pampa, en 1901. Un lugar con escasas lluvias y tierras poco productivas. La directora Franca González, nacida en esa provincia, filmó éste documental que trata sobre un pueblo que existió sólo diez años y desapareció de la faz de la tierra, literalmente, hasta que, en 2010 un grupo de alumnos que iba a un colegio cercano descubrió, por casualidad, restos de elementos antiguos. Para armar el rompecabezas de la misteriosa desaparición de un pueblo entero, derrumbado en unos pocos días, requirió de buscar material fotográfico, archivos de planos, relatos de viejos pobladores de la zona cuyos padres vivieron en Miró, etc. Algunos de ellos brindan su testimonio frente a la cámara, otros, con la voz en off. Vecinos con una memoria prodigiosa que se acuerdan de los nombres y en qué lugar estaba cada negocio, etc. La narración no sólo prioriza estas historias, sino que, también fueron filmados un grupo de arqueólogos haciendo trabajo de campo, extrayendo restos de copas y platos. La realizadora indaga con la cámara, necesita saber lo más posible. y para tomarse algún descanso se detiene en registrar paisajes, plantas, árboles. Todo con un ritmo tranquilo, como el estilo de vida que se practica en el campo. Muchos pueblos han desaparecido en nuestro país, pero fue de manera progresiva y las construcciones continúan en pie, aunque deterioradas. Estos hechos ocurrieron generalmente porque dejó de pasar el tren por allí y las personas tuvieron que buscar otros horizontes. Lo curioso de éste caso es que los mismos que lo construyeron, lo destruyeron, en pleno auge de la agricultura, por no haber podido ser los dueños de la tierra. Sólo quedan unos vagos recuerdos y la vieja estación de tren, testigo silenciosa de una época que no volverá.
La cineasta argentina Franca González presenta Miró. Las huellas del olvido. El documental retrata lo que fue (y lo que es actualmente) un pueblo del norte de La Pampa que actualmente yace tapado por la soja. Entre 1901 y 1911 casi 500 personas vivieron en Mariano Miró, un pueblo ubicado en el departamento de Chapaleufú, al noroeste de La Pampa. Hoy en día el antiguo poblado que, en su momento, contó con un almacén, un hotel, un bar, una escuela y una comisaría, yace completamente cubierto por plantaciones de soja. Esto luego de que en 1912 el dueño del lugar decidiera expulsar a todas las familias que vivían allí. En ese entonces los habitantes, al verse obligados a marcharse, destruyeron hasta sus propias casas. Actualmente sólo se conserva una vieja estación de tren en el lugar. En el 2010, un grupo de alumnos de la escuela rural encontró bajo el suelo de Mariano Miró distintos elementos que daban cuenta de que, en algún momento, en aquel lugar fantasma, existió una población urbana. En Miró. Las huellas del olvido, la cineasta recorre lo que queda de este antiguo poblado. Franca González reconstruye, mediante testimonios y material de archivo, la historia de aquel lugar. El documental cuenta con distintos testimonios, entre ellos el de los hijos de quienes habitaron el sitio o el de vecinos de pueblos aledaños. A la hora de exponer los testimonios, Franca González tomó la decisión de no incluir la imagen de aquellas personas. A diferencia de la mayoría de los documentales donde se suele tener un plano fijo del entrevistado hablando frente a la cámara, aquí sólo se puede apreciar la voz en off de estas personas. El documental también está acompañado por una muestra fotográfica, una de las pocas pruebas fehacientes que demuestran la existencia de aquel pueblo olvidado en el tiempo. Y también se realiza la lectura de unas cartas escritas por un antiguo habitante de Mariano Miró.
MIRÓ, LAS HUELLAS DEL OLVIDO por Marcela Gamberini - Críticas 17 Jul, 2018 06:40 | Sin comentarios El nuevo film de Franca González la confirma como una de las voces narrativas más interesantes del panorama actual del documental vernáculo. Compartir en Tumblr LA CÁMARA QUE CUENTA
El film de González acaso no llegue a conocer la atención que merece. ¿A quién le importa la existencia olvidada de un pueblo ignoto de La Pampa? Sin embargo, en algunas ocasiones, los eventos marginales de un país y el interés estético de una cineasta por un caso geográfico (in)trascendente pueden estar discretamente en sintonía con aquello que define un tiempo histórico y, en esta circunstancia, su mezquino límite.
Había una vez un pueblo llamado Mariano Miró... que desapareció completamente de la faz de La Pampa.” Así podría comenzar el nuevo documental de Franca González, de no ser por la ausencia absoluta de una voz en off que regule el relato. Las que sí se escuchan son las voces de aquellos que todavía son capaces de rememorar los recuerdos de sus abuelos, como así también las de la gente que recorre ese campo de soja y aledaños recolectando pequeños fragmentos del pasado. González acompaña a un pequeño grupo de arqueólogos al tiempo que un trozo de copa o una astilla de un plato de comienzos del siglo XX son desenterrados del simbólico camposanto. Nacido a la sombra del tendido férreo pampeano, Miró creció durante un par de décadas y fue eliminado de un plumazo por los dueños de las tierras, sus habitantes desperdigados en dos pueblos cercanos, el único resabio visible de esos tiempos es la típica estación de trenes, hoy mantenida como casa de alquiler. Esa es la historia de este documental apasionante que, de manera indirecta, relata un pedazo de historia de una Argentina no tan lejana: la de los inmigrantes que llegaron de Europa para poblar aquellos territorios del país que todavía necesitaban ser domados.