¿Recluidos o luchando?
A esta altura del partido no podemos dejar de señalar que resulta de lo más paradójico que Tim Burton, un realizador que comenzó su carrera enarbolando su cariño por el cine de terror gótico y la ciencia ficción, haya dedicado prácticamente las dos últimas décadas de su trayectoria a obras pomposas cuyo principal soporte ha sido una catarata interminable de CGI. Dicho de otro modo: casi todas sus películas desde ¡Marcianos al Ataque! (Mars Attacks!, 1996) hasta la fecha -dejando de lado dos obvias excepciones en stop motion, El Cadáver de la Novia (Corpse Bride, 2005) y Frankenweenie (2012), ecos distantes e inferiores de El Extraño Mundo de Jack (The Nightmare Before Christmas, 1993) de Henry Selick- han fetichizado hasta el hartazgo al artilugio digital, un mecanismo que tiende a la despersonalización y nos aleja de los “practical effects” que el mismo director decía amar.
Más allá de los muchos altibajos cualitativos y de esos problemas que solemos encontrar en la estructura narrativa de sus opus, sin duda dos rasgos muy recurrentes en su derrotero, lo cierto es que el señor se engolosinó a niveles insospechados con la tecnología de captura de movimiento (a veces con motivo de las pugnas o escenas de acción y en otras ocasiones acompañando a los protagonistas a lo largo de todo el bendito film, como si el ardid fuese una novedad en el siglo XXI o le agregase alguna dimensión extra al personaje de turno). Poco y nada queda del genio detrás de Beetlejuice (1988), Batman (1989), El Joven Manos de Tijera (Edward Scissorhands, 1990) y Ed Wood (1994); hoy sólo subsiste un artesano porfiado pero carente de prudencia e inspiración, que para colmo se mueve a sus anchas en una zona de confort vinculada a los clichés darkies y las exigencias banales del mainstream.
Ahora bien, tampoco se lo puede condenar del todo porque desde Sombras Tenebrosas (Dark Shadows, 2012), y en especial debido a la nefasta Alicia en el País de las Maravillas (Alice in Wonderland, 2010), está tratando de reajustar su idiosincrasia en pos de recuperar algunos elementos de sus comienzos y bajar “un poco” el volumen de CGI. Miss Peregrine y los Niños Peculiares (Miss Peregrine's Home for Peculiar Children, 2016) está enrolada en el mismo naturalismo freak y nostálgico de la anterior Big Eyes (2014), no obstante el asunto vuelve a caer en esa típica medianía burtoniana de los últimos tiempos. Estamos ante una traslación del primer libro de una saga adolescente de Ransom Riggs que combina secretos familiares, construcción identitaria, detalles símil “coming of age”, una comunidad de jóvenes excluidos por la sociedad y otra agrupación de villanos de naturaleza parasitaria.
La historia es muy sencilla porque apenas si nos presenta el viaje de Jake (Asa Butterfield) desde Florida a Cairnholm, una isla cercana a la costa de Wales, con la firme intención de descifrar la conexión entre su abuelo Abraham (Terence Stamp), fallecido en circunstancias misteriosas, y una tal Miss Alma LeFay Perigrine (una excelente Eva Green). El muchacho de improviso descubre que existe toda una cofradía de niños con poderes especiales viviendo al amparo de la señorita del título, quien a su vez se define como una “ymbryne”, un ser insólito con las capacidades de transformarse en ave y de manipular el tiempo. Miss Perigrine, de hecho, con su antiguo reloj de bolsillo resetea continuamente un mismo día, el 3 de septiembre de 1943 (producto de una decisión forzada por la caída de una bomba nazi sobre la mansión del clan), haciendo que los pequeños vivan en un eterno bucle temporal.
El cineasta utiliza a la trama como excusa para ofrecernos otra colección de secundarios de corazón sensible y aspecto menos espeluznante que el de algunos homólogos del pasado, lo que en esencia deriva en una mixtura entre la premisa de base de X-Men y aquellos interrogantes en torno a las necesidades intermitentes de reclusión y de lucha por parte de los marginados, según la complejidad de una coyuntura que suele ser poco amigable hacia los diferentes (aquí por suerte se trabaja bastante el ámbito familiar de Jake, más allá de su interés romántico y sus amistades). A pesar de que el film se siente demasiado extenso en sus 127 minutos, resulta bienvenido el hecho de que el desarrollo de personajes ocupe unas tres cuartas partes del metraje y las “mutaciones” de los chicos no sean tan aparatosas como las de sus equivalentes del cine de superhéroes: hoy tenemos a una nena que levita, otra que hace crecer los vegetales, una con una segunda boca en la nuca, un par símil Medusa, un niño invisible, uno que tiene abejas en su interior, otro con vocación de titiritero a partir de cuerpos inertes, etc. La torpeza de la media hora final (el guión de Jane Goldman venía bien hasta ese momento) y una nueva batalla redundante a puro CGI (en esta oportunidad en un parque de diversiones) terminan jugándole en contra a una película amable que sin ser una maravilla podría haberse destacado dentro del lote reciente de un Burton muy agotado…