Los que se han quedado sin lugar
En un futuro no muy lejano, en una Canadá ficticia, una ley permite a los padres cuyos hijos tienen problemas mentales o severos trastornos de conducta, dejarlos en el hospital más cercano a cargo del estado para ya no tener que ocuparse de ellos, y así terminar con el angustioso problema.
Diane es una viuda que no se hace cargo de su edad, es una mujer provocativa, extrovertida, que se las arregla sola en la vida, sin trabajos estables, y con un hijo problemático, Steve (Antoine-Olivier Pilon), que desde muy pequeño padece ADHD (un trastorno con déficit de atención con hiperactividad) lo que lo ha llevado a tener episodios violentos, internaciones y problemas legales.
Madre e hijo tienen una relación simbiótica, Steve es un joven cargado de energía que puede explotar en cualquier momento; su madre es la receptora de todo ese caudal, que pueden ser desbordadas demostraciones de afecto, o desatados ataques de ira.
Durante uno de los brotes de Steve, en que las cosas se tornan violentas y su madre no encuentra otra manera de lidiar con el problema que escondiéndose, aparece Kyla (Suzanne Clément) una timida vecina que ayuda a calmarlo y curarle las heridas que se provocó. A pedido de Diane, Kyla acepta cuidar a Steve durante las tardes para que ella pueda trabajar. Kyla es una introvertida profesora que sufre de un trastorno en el habla desde hace un par de años, a causa de un episodio traumático, por lo que no puede trabajar.
Los tres construyen una relación, son la compañía que les hace falta. Son tres seres marginales, que arrastran su falta por el mundo, que parecen no tener lugar alguno hasta que se encuentran, y por un tiempo logran construir un microclima, un oasis con momentos de enorme felicidad, que saben que no durará mucho. Afuera de esos momentos felices, cuando Steve esta cargado de adrenalina y les contagia las ganas de vivir, los esperan los momentos difíciles, en los que no saben cuando Steve tendrá alguno de sus brotes. Diane tendrá que enfrentarse con un presente en que su única alternativa de trabajo es limpiar casas, sin poder manejar a su hijo, y Kyla tendrá que enfrentarse con un pasado que la ha dejado desarmada, y un limbo que ella llama año sabático.
Xavier Dolan juega tanto con las imágenes como con la música, las escenas felices son en general en espacios abiertos, llenos de luz, donde resignifica hermosas canciones como "White Flag" o "Wonderwall", mientras que el formato cuadrado en el que está filmada la historia, se oscurece y nos asfixia aún mas al estamparnos en la cara los angustiosos e intensos momentos en que Steve despliega su violencia, en un cuerpo que parece no poder comprender lo que le pasa, y madre e hijo se ahogan encerrados uno en el otro.
Las tres interpretaciones son extraordinarias, intensas, representan una situación extrema, con enorme sensibilidad, sin exageraciones.
Más allá de algún que otro capricho adolescente de Dolan a la hora de filmar, esta es su obra más redonda y consistente, donde ha afianzado su estilo, su estética, dejando de lado algunas fobias, y construyendo un relato conmovedor, de extrema sensibilidad, con tres personajes complejos, intensos, reales y retratando de forma visceral, la más primaria y complicada de las relaciones: la de madre e hijo, tema recurrente en su filmografía.