Entre dos mundos
Hagamos cálculos, especulaciones: policía con tragedia familiar devenido en alcohólico + moral incorruptible de un Marlowe contemporáneo + un asesino serial (un psicópata sexual) suelto + otro asesino a punto de salir de la cárcel… suponemos para reincidir + corrupción policial + redenciones varias + sociología de manual “qualité” (en el fondo, de grueso calibre) sobre los roles sociales dentro de la institución policial y la institución familiar. Bien. Tiempo. MR 73 quiere contar todo eso junto y al mismo tiempo y concentrarlo en 125 extensos minutos.
Menos interesado en construir un exponente del género que en concebir una sesuda reflexión sobre el género humano, su director, el taquillero Olivier Marchal, machaca cada varios minutos con su sociología de la fuerza policial (sus antecedentes dictan que fue oficial de policía durante muchos años y que recién luego llegó a la TV y al cine) y ese es su límite, parece decirnos. Justamante, señores, ese es el escollo. Digamos, de manera más elegante, que la película tiene una tracción que avanza espasmódicamente. Eso sucede, ante todo, más por pretensión que por ausencia de ideas. A decir: MR 73 es un camino con lomas de burro justamente porque nunca puede fluir hacia el oscuro cuento moral que amenaza (como la herencia del clasicismo al que se apega nos permite reconocer: un espectro que cada tanto deja entrever formas a las que no podemos definir pero presentimos clásicas). Esas lomas de burro de nuestro entorpecido camino son las impostergables “confrontaciones morales” a las que se nos somete, la tentación del juicio indignado (“que barbaridad, toda la policía está corrupta”) y apaciguador.
Quizás ahí, en donde otro director resolvería ese aspecto teatral (el soliloquio de autor, la bajada de línea que expone el análisis del método sociológico: off topic, preguntémosle a un especialista en esto como Wes Craven) dejándolo como accesorio, Marchal hace foco, concentra y dispara. Entiende que hay más humanidad en un flashback-reminiscencia de la tragedia del héroe que en un plano general melvilleano en un cuartucho de hotel, entre sábanas sucias y un gato cómplice. La opción más fácil sería decir que Marchal no cree en las imágenes o en la mitología de los gestos. Estaríamos equivocados: muchos planos de esta película desmienten semejante idea. Sin embargo, uno no puede pasársela borroneando con el codo lo que escribe con la mano. En definitiva: la validación del género por su “profundidad psicológica” (resuenan los ecos de Río místico, no por su temática sino por sus pretensiones) por sus “cuestionamientos institucionales”: puro funcionalismo.
Ahí, en ese punto de tensión entre dos universos, entre dos mundos (el del mito clásico y sus códigos de género y el comentario político-socio-psico-filosófico) es donde Marchal se encuentra con su álter ego (del cual el director no dice sentirse lejano, según declaraciones), otro hombre entre dos mundos: el de los vivos y el de los muertos. Lo que enriquece a uno (al personaje) Marchal lo resuelve cortando toda ambigüedad de cuajo, lo que empobrece al otro (el tibio lugar intermedio que el director opta para narrar su película) es abrazado con la fuerza de aquel que piensa que a los muertos hay que enterrarlos y negar su historia. Vaya paradoja.