En Muere, monstruo, muere, segundo largometraje del guionista y director Alejandro Fadel, hay un poco de todo: excesos propios del gore con múltiples decapitaciones, sangre y vísceras que remiten al terror clase B, elementos del policial y del western moderno y, claro, una amenazante criatura diseñada en parte con animatronics y en parte con sofisticados efectos visuales, pero también una búsqueda existencialista, reflexiones intelectuales y sesudas referencias e inspiraciones de la historia del séptimo arte (David Lynch, David Cronenberg, John Carpenter, Guillermo del Toro, Tod Browning, James Whale, Jacques Tourneur y Jack Arnold, entre otras). Se trata, por lo tanto, de un péndulo constante entre el cine de género y una apuesta autoral con resultados tan inquietantes como, en muchos pasajes, estimulantes.
Lo que empieza como un triángulo romántico entre Francisca (Tania Casciani); su marido, David (Esteban Bigliardi), y su amante, el policía Cruz (Víctor López), deriva luego hacia la investigación de una serie de asesinatos (mujeres con las cabezas degolladas) y el misterio de quién es en verdad el monstruo del título. En el medio, Fadel nos llevará desde el encierro en un hospital neuropsiquiátrico (la paranoia, la esquizofrenia, el delirio, el insomnio y el escuchar voces forman parte de la propuesta) hasta un extraordinario trabajo en exteriores que realza aún más los méritos que Fadel ya había tenido en su ópera prima, Los salvajes.
Con una prodigiosa fotografía de Julián Apezteguía (el mismo de El ángel) y Manuel Rebella, un elenco muy sólido (el jefe de la policía rural interpretado por Jorge Prado es un personaje notable capaz de filosofar y luego incursionar en el humor absurdo) y una puesta en escena que a partir de tomas panorámicas transmite la inmensidad desoladora e imponente de la zona andina de Mendoza en invierno, Fadel regala una experiencia cautivante y al mismo tiempo exigente.
Film lleno de búsquedas, de riesgos, de sorpresas y concretado con muchas ínfulas, Muere, monstruo, muere constituye una rareza concebida a contramano de un cine argentino que en muchos casos suele pecar de demasiado austero, adocenado y minimalista. Fadel nunca esconde sus ambiciones ni disimula su apuesta al riesgo. El resultado es una película que desafía todos los prejuicios, las convenciones, los lugares comunes y las expectativas del espectador con una historia fascinante e inasible que muta todo el tiempo de registro, de climas y hasta de conflictos.