Rescate entre penumbras
No Respires 2 (Don’t Breathe 2, 2021) es una de esas típicas secuelas craneadas bajo el modelo productivo de “clink, caja” porque en esencia lo que hacen es reproducir lo hecho en el pasado aunque adaptándolo a la regla de oro de las continuaciones, eso de multiplicar las amenazas, exacerbar los elementos constitutivos y a veces hasta quizás ofrecer una mínima variante en lo que respecta al punto de vista del relato o el personaje desde cuya perspectiva se narra todo el asunto desde el vamos. Más allá de la ortodoxia formal y cierta pompa a lo montaña rusa del género para elevar la pretendida vertiginosidad, la propuesta que nos ocupa en sí cae muy por debajo de la película original, No Respires (Don’t Breathe, 2016), debido a que -dicho y hecho- sigue al pie de la letra la fórmula de la anterior al extremo de ofrecer una primera parte que reproduce el esquema de los thrillers de invasión de hogar, aunque bajo la modalidad de “los propietarios resultan más peligrosos que los usurpadores/ ladrones”, en la tradición de La Gente detrás de las Paredes (The People Under the Stairs, 1991), de Wes Craven, Villanos (Villains, 2019), de Dan Berk y Robert Olsen, y Los Intrusos (The Owners, 2020), de Julius Berg, y una segunda mitad donde todo se lleva a la hipérbole en materia de recuperar la premisa de Duro de Matar (Die Hard, 1988), de John McTiernan, con un adalid solitario de la justicia a lo western de entorno cerrado enfrentándose a un pelotón de invasores que no sólo pretenden perturbar la paz de la sacrosanta comunidad sino que rebalsan en serio de ganas asesinas e instinto predatorio.
Así como debemos señalar que la propuesta no cuenta con un gramo de originalidad y por ello resulta redundante a más no poder, tampoco se puede obviar el hecho de que resulta muy entretenida y que apuesta por una jugada retórica bastante extraña e interesante para el paupérrimo nivel del mainstream de nuestros días y su obsesión con las franquicias eternas, nos referimos a la idea de convertir al gran villano de la primera película, el ciego Norman Nordstrom (muy buen desempeño de Stephen Lang), en un antihéroe vía una metamorfosis identitaria digna del T-800 de ese Arnold Schwarzenegger que saltó de malo en Terminator (The Terminator, 1984) a bueno/ paternal/ amigable en Terminator 2: El Juicio Final (Terminator 2: Judgment Day, 1991), ambas dirigidas por James Cameron, cambio que en el caso de la célebre saga de acción y ciencia ficción se explicaba por una “lavada de cara” del protagonista del título -y por el salto al Hollywood biempensante de la década del 90- y que en esta oportunidad se condice aparentemente más con motivos netamente artísticos ya que a los responsables máximos, el guionista y director debutante Rodo Sayagues y el guionista Fede Álvarez, les hubiese redituado más en el favor del público continuar con el ardid del veterano de la Guerra del Golfo no vidente, psicópata y violador obsesionado con recuperar a su hija muerta reemplazándola con cualquier otra, formato que aquí desaparece porque el señor muta en un padre adoptivo protector que en comparación resulta mejor que los progenitores reales del vástago de turno, unos narcotraficantes con intenciones secretas.
La trama transcurre ocho años después de los eventos del film original y con Nordstrom viviendo en la misma casa de Detroit con su amado rottweiler, Sombra (Shadow), y una niña de once años llamada Phoenix (Madelyn Grace), joven a la que rescató de un incendio en un laboratorio de metanfetamina y que crió como si fuera su hija sin contarle la verdad, educándola sin salir del hogar, enseñándole técnicas de supervivencia y permitiéndole de vez en cuando ir hasta el centro de la ciudad en la camioneta de Hernández (Stephanie Arcila), una parquista que le compra plantas varias al ciego de su invernadero. Los sueños sencillos de la chica, como tener amigos de su edad, vivir en el Albergue Covenant para purretes o haber conocido a su madre, según la versión de Norman ya fallecida, quedan en segundo plano cuando una colección de intrusos penetra en la noche en el hogar con la intención de llevarse a la muchacha, equipo de temer encabezado por Raylan (Brendan Sexton III), nada menos que el padre biológico de la mocosa. Los malhechores asesinan a Hernández y Sombra, prenden fuego el domicilio del no vidente -dándolo por muerto- y se llevan a Phoenix a la guarida del clan, un laboratorio de metanfetamina donde la madre real, Josephine (Fiona O’Shaughnessy), pretende sacarle el corazón a la nena, de nombre original Tara, para un raudo trasplante debido a que aquel incendio de antaño le envenenó la sangre y su propio órgano bombeador, todo con la complicidad de su pareja, Raylan, quien tampoco tiene problema moral alguno en esto de cargarse a su vástago de inmediato.
Sin dudas la faena podría haber caído en la paradigmática y repugnante corrección política del mainstream actual construyendo una sociedad tácita entre Hernández y la chiquilla, transformando a Phoenix en una genia de la guerra o incentivando el costado demente del veterano para demonizarlo, no obstante a la latina por suerte la revientan rápido, la niña se comporta como una niña normal y Nordstrom, violador de burguesas homicidas de mierda y todo, recibe un tratamiento dulce y comprensivo por parte del relato que parece cagarse olímpicamente en la dialéctica de las feminazis huecas contemporáneas. Se podría decir que el film, junto con Calls (2021), serie para Apple TV+, abre de nuevo las esperanzas en lo que atañe a la trayectoria hollywoodense del uruguayo Álvarez, quien además de la excelente No Respires había realizado para Sam Raimi la también estupenda Posesión Infernal (Evil Dead, 2013) luego de alcanzar renombre internacional con el corto Ataque de Pánico (2009), acerca de una arremetida de robots gigantes sobre Montevideo, racha que a su vez se cortó con la apenas correcta La Chica en la Telaraña (The Girl in the Spider’s Web, 2018), algo así como una secuela de la remake yanqui de 2011 de David Fincher del neoclásico Los Hombres que no Amaban a las Mujeres (Män som Hatar Kvinnor, 2009), de Niels Arden Oplev. No Respires 2 está llena de detalles atractivos o provocadores como la muerte brutal de Hernández, el pegamento en boca y nariz de uno de los narcos, la batalla en el sótano con gas y electricidad de por medio, el bello gustito por las armas blancas o cortantes/ para clavar en general, la permanente comparación entre el anciano y el líder de los invasores, el cariño por los perros del ciego que le impide matar al simpático pit bull de Raylan, toda la noción de recuperar a la mocosa sólo como banco de órganos para una operación improvisada con un matasanos mercenario (Steffan Rhodri), la graciosa y muy verosímil jugada de hacer que el can lleve al indestructible Norman hacia la guarida de sus dueños y específicamente hacia su plato de comida, las escenas con agua del final tracción a martillazos y disparos fulminantes, ese remate narrativo en el natatorio con Phoenix ayudando a cargarse a ambos padres y finalmente la decisión de la chica de quedarse con su nombre de adoptada para negar el trasfondo identitario de su parentela de origen. Lejos del suspenso y aquel juego del gato y el ratón de 2016, este corolario es más bombástico que sutil pero aún así cumple dignamente en un doble rescate entre penumbras -el del principio y el segundo del último acto, uno inversión del otro- que atrapa y pone en cuestión toda la idealización social estúpida de la maternidad y de los progenitores biológicos en general…