Que No se aceptan devoluciones sea considerada todo un fenómeno en el cine mexicano se explica en pocas palabras. Costó cinco millones de dólares y ya lleva recaudados en todo el mundo más de 85 millones, 39 de los cuales lo fueron en el mercado norteamericano, lo que -por supuesto- le alcanzó para superar muchísimos récords, entre ellos el de la película más exitosa de la historia entre todas las habladas en nuestro idioma, condición que hasta ahora ostentaba El laberinto del fauno.
Comprender el porqué de semejante repercusión, en cambio, no resulta tan sencillo, sobre todo si se tiene en cuenta que la historia se basa en el remanido tema del papá soltero, tenorio -y reacio a cualquier tipo de compromiso- que de un día para el otro se ve obligado a asumir el papel de padre responsable de una hijita de meses (llovida no del cielo sino de los brazos de una de sus muchas amantes ocasionales). Y que, por supuesto, en poco tiempo, le trastornará la vida. Sólo que en este caso, más que al humor -que lo hay, pero en dosis más bien módicas- el cuento apunta al melodrama, o más precisamente al culebrón televisivo, sensiblero y lacrimógeno, sobre todo cuando, ya pasados algunos años, la mamá que un buen día depositó a la nena en brazos del irresponsable casanova reaparece con toda la intención de reclamar su custodia.
Nada se aparta demasiado de las fórmulas conocidas: los lugares comunes están a la orden del día, lo que -vistos los resultados en la taquilla- prueba que es todavía cuantiosa la porción de púbico proclive a festejar las monerías de una nena y las payasadas de un papá por ingenuas que sean y a lagrimear con cuanta emoción fácil se les reclame.
El principal -y quizás único- atractivo del relato proviene, precisamente, de la buena química que se establece entre Eugenio Derbez, protagonista, director y guionista del film y uno de los comediantes más populares de su país, y la pequeña coprotagonista, Loreto Peralta, que es un verdadero hallazgo no sólo porque se desenvuelve con similar autoridad en español y en inglés, sino por su naturalidad y su encanto. De él, de su personaje, sabemos, gracias a un oportuno prólogo, que de chico su padre lo acostumbró a superar todos los miedos forzándolo a enfrentarlos aunque lo dejaran cubierto de cicatrices (tal entrenamiento le permitiría, de mayor, salvar la vida de su hija en una situación de altísimo riesgo y convertirse en un cotizadísimo doble de riesgo en Hollywood). De la nena, mucho menos, sólo que gracias a las fantasías de su padre cree que su mamá ausente es una especie de mujer maravilla que vive cumpliendo misiones superheroicas para salvar al mundo. Con el regreso de la señora, se ha dicho, la manipulación sensiblera aumenta en una medida que lo que termina produciendo es algo muy parecido a la vergüenza ajena.