Hay directores como Victor Nuñez, hombre responsable de haber dirigido pequeños tesoros como El oro de Ulises o la aún mejor y más guardada pieza Ruby in Paradise. En ambas películas, pero sobre todo en la segunda, Nuñez se toma el notable trabajo de desactivar cada una de las bombas lacrimógenas que suelen asolar los caminos de los guiones que circundan en Hollywood y alrededores. En este sentido, hay una noble tradición de cine independiente estadounidense más sensible e interesante: no desarrollar un relato por espasmos de sordidez y crueldad sino desplegarlo a lo largo de una tensa calma que no se resuelve. Trabajar sobre lo inesperado de la calma. En ese camino, quizás en un contexto un poco más industrializado, podamos encontrar al Jason Reitman de La joven vida de Juno o al Alexander Payne de Entre copas.
En cualquiera de los casos, la elección de evitar todos y cada uno de los lugares comunes es tan arbitraria y unilateral como la de exhibirlos todos juntos, es decir, trabajar sobre lo inesperado de lo esperable.
Noches de encanto forma parte, ostensiblemente, de este segundo grupo: de las películas que abrazan todos y cada uno de lo lugares comunes. Y ahí, a diferencia de la tersura del mundo de los films de Nuñez, la elección debe ser a todo o nada (lugar común que abrazó sin vergüenza de ningún tipo el Baz Luhrmann de Moulin Rouge, película con la que Noches de encanto tiene puntos de contacto meramente temáticos), debe ponerse toda la carne al asador a riesgo de pasar el peor de los ridículos.
Pero Steve Antin no es Baz Luhrmann, Christina Aguilera (por más lucimiento vocal y de baile que luzca) no es Nicole Kidman, y ninguno de los hombres del cast se acerca al carisma de Ewan McGregor. Pero Noches de encanto tampoco es Chicago (ya de por sí un film sobrevalorado y frío como un témpano), película a la que se glosa en diversas ocasiones. Estamos, en definitiva, ante una propuesta que es un concurso de lugares comunes y nada hace por desplegarlos, por tomarse de ellos como referencia para superarlos. Será por este punto que su visionado produce placeres del tipo inconfesable: los personajes son de cartón, los diálogos son imposibles, las subtramas de tensiones en el escenario son de una pobreza abismal, el conflicto central que organiza el relato es insostenible.
La película es exasperantemente mala, pero no llega al punto de rizar su propio sistema y morderse la cola sino que cada tanto cae en costados que solemnemente mandan toda reflexividad al demonio. Es así que uno como espectador se pregunta si eso que está viendo existe, si es posible pensar un cine en esos términos (el de la irrisión absoluta con el material) o simplemente nadie chequeó el material definitivo tras la edición final de la película.
Quizás la respuesta venga por el lado planteado en el primer párrafo: cuando los lugares comunes ocupan el espacio de la ausencia de conflicto, es el mismo relato el que se ameseta, el que se vuelve una superficie tersa. Lo lamentable es que ese pudo haber sido un trampolín para la película. Pero lejos de serlo, el mayor pecado que comete el director de Noches de encanto (dentro de los muchos y penosos momentos) es el de no haber sabido levantar vuelo, el no haber podido utilizar el desecho para hacer algo nuevo, sino haber preferido flotar sobre terreno conocido con la pretensión que todas las marcas de lo obvio funcionen para el espectador en piloto automático.
Ni parodia hiperbólica ni musical elemental en sus aspiraciones: a veces el artificio pide luces de colores, pide furia y sonido. Noches de encanto entrega apenas ruidos furiosos, gritos y la inestimable sensación de que a uno le están tomando el pelo a cada minuto.