La indefinición como género
Con mayor o menor nivel de profundidad y fidelidad hacia el relato que nos narran las escrituras bíblicas, todos conocemos “la trama” de Noé, su arca y el diluvio. En este caso, una de las historias más conocidas de la humanidad es llevada al cine por Darren Aronofsky (El cisne negro), quien directa o indirectamente se preparó para esta producción desde tiempos que se remiten a su niñez, con poemas, comics, y demás elementos que lo fueron acercando más y más a este proyecto. El trayecto hasta llegar a la película que hoy se estrena estuvo plagado de inconvenientes desde su pre producción, filmación y posterior prohibición en diversos países.
Así, podemos pensar a la película como dividida en dos fragmentos: la primera con un Noé que sueña el pedido del ser superior por la salvación, momento donde la narración avanza más coherentemente y la segunda parte, cuando el diluvio ya es inminente y la trama se sitúa dentro del arca. Esta última mitad, funciona más como un melodrama familiar mal logrado que coquetea con el ridículo, y donde se pierde la fuerza de lo que se está relatando, por lo que se apela al exceso de efectos, buenos y malos por igual.
El conflicto con Noé en particular reside en mezclar demasiadas características y elementos a la vez, y no salir airoso de esta iniciativa. Por un lado tenemos obviamente la cuestión bíblica (que se toma bastantes licencias a la hora de la narrativa, hecho por el cual muchos religiosos ortodoxos estarán abiertamente en contra a la propuesta de Aronofsky), por otro, los grandes despliegues de artillería artística típica de las mega producciones de Hollywood (en este caso el uso excesivo de CGI- procesiones de animales, el arca en plena tormenta), por otro animaciones “que hacen ruido” por su precariedad espantosa (principalmente en las escenas sobre la construcción del arca), y además, como si fuera poco la película también cuenta con una suerte de bajada de línea sobre un estilo de vida ecofriendly, vegano, new age, etc.
Es decir, que nos encontramos con muchas y fuertes contradicciones ya que se pierde la coherencia entre el relato y la forma de contarlo, y esto dennota la indecisión y tibieza del realizador a la hora de tomar decisiones artísticas sobre como encarar esta producción que oscila entre el vacío y lo rimbombante, sin definirse por ningún costado.
¿El resultado? Una película que por momentos toma elementos de cine catástrofe, por otros apunta al melodrama familiar e intenta acercarse al relato intimista, pero que como relato general aburre. Tal vez lo mejor y más destacable de este largometraje sean el componente actoral femenino, con Jennifer Connelly y Emma Watson como únicas intérpretes que no fuerzan sus roles, en comparación a Russell Crowe y al matusalén de Anthony Hopkins.