El prójimo que sufre
Símbolo del estado calamitoso del cine mainstream actual de género en lo que atañe a la diversidad y al mismo espectro cualitativo de las obras, el éxito imprevisto de la única película de autor del terror industrial en mucho tiempo, la excelente Huye (Get Out, 2017), resultó crucial para la expectativa acumulada sobre Nosotros (Us, 2019), el segundo film del director y guionista Jordan Peele, y para el hecho de que se lo tratase como un tanque mediano/ grande a nivel comercial, detalle insólito en una coyuntura dominada de manera permanente por engendros hollywoodenses insulsos e intercambiables destinados al consumo por parte de públicos embotados gracias a estrategias de fidelización cada vez más risibles, huecas y omnipresentes. El retorno del realizador afroamericano, hasta hace poco un libretista especializado en comedia, no podría ser más auspicioso ya que consigue en gran parte reproducir la potencia cáustica y tenebrosa de su ópera prima mientras a la par retoma su ataque a la lógica de las máscaras y desigualdades de la sociedad contemporánea.
En términos prácticos la película funciona como un thriller de invasión de hogar aunque con elementos adicionales vinculados al tópico de los doppelgängers y las epopeyas apocalípticas con un sustrato comunal a flor de piel. Ahora bien, en vez de seguir el camino estándar en estos casos, léase la fábula alrededor de una sustitución homologada primero al borramiento de la identidad y luego al reemplazo, a decir verdad durante gran parte de la trama Peele apuesta a una diferenciación entre bonanza/ felicidad y martirio/ pesar continuo en lo que respecta a las orillas opuestas en las que se mueven los protagonistas y sus duplicados macabros, dando a entender que aquí lo que resulta crucial -y lo que constituye el eje del devenir narrativo- es la inequidad de fondo, un orden en el que unos privilegiados desconocen por completo el dolor que atraviesan sus prójimos, específicamente aquellos que son idénticos a ellos (poesía -o ironía implícita, mejor dicho- que facilita el dispositivo retórico usado, la violencia que los segundos ejercen como revancha contra los primeros).
El prólogo nos sitúa en 1986, en una playa turística de Santa Cruz, California, en donde un matrimonio pasea de noche por una feria con su hija Adelaide (Madison Curry de niña y esa magnífica Lupita Nyong'o de adulta), quien de repente se separa de sus progenitores e ingresa en una casa de espejos en la que se topa con su copia exacta, lo que deriva en un trauma que se extiende hasta el presente. Salto en el tiempo de por medio, llegamos a nuestros días y la hoy mujer vuelve a Santa Cruz en plan vacacional con su esposo Gabe (Winston Duke) y sus dos hijos, la adolescente Zora (Shahadi Wright Joseph) y el purrete Jason (Evan Alex), con quienes comparte una residencia coqueta en la zona. En la segunda noche en el lugar, después de pasar algo de tiempo con una pareja amiga de blancos bobos, compuesta por Josh (Tim Heidecker) y Kitty (Elisabeth Moss), la cual tiene un par de hijas gemelas, Becca (Cali Sheldon) y Lindsey (Noelle Sheldon), de la nada se presentan cuatro duplicados de los integrantes del clan que se identifican a sí mismos como sus “sombras”.
Como decíamos con anterioridad, en esta oportunidad no es la dialéctica del intercambio la que manda porque desde el vamos la Adelaide escalofriante, esa que -como los otros de su linaje- viste un overol naranja y lleva unas tijeras como única arma, le explica a su némesis que mientras que su vida fue un verdadero calvario cual inversión conceptual digna de La Imagen en el Espejo (Mirror Image), recordado capítulo de La Dimensión Desconocida (The Twilight Zone), la Adelaide de vida burguesa y luminosa disfrutó de una relativa paz que no se condice con el sufrimiento de su melliza. El director asimismo condimenta el planteo con el recurso de toda una pequeña humanidad viviendo en las tinieblas de los túneles de Santa Cruz y esperando la ocasión de poder subir para “cargarse” a los de arriba y su ignorancia súper conveniente, siempre desconociendo a unos desfavorecidos que se parecen muchísimo a ellos y que no han dejado de acumular odio por el ninguneo, alegoría acerca del escapismo, la falta de solidaridad y ese pavor patológico cotidiano al semejante.
Ayudado por la estupenda banda sonora de Michael Abels, una fotografía muy oscura de Mike Gioulakis, sus propios chispazos de comedia sarcástica “marca registrada” y la presencia de canciones de The Beach Boys y N.W.A., entre otros artistas, todas utilizadas con una precisión quirúrgica, Peele logra una tensión duradera y una sensación de amenaza cercana a la de los slashers de las décadas del 70 y 80, en algunos puntos tomándose su tiempo para construir el nerviosismo y en otros jugando con la catarata de eventualidades con vistas a echar mano de latiguillos clásicos del horror que hoy -por fin dentro del cine mainstream- sí están aprovechados como se debe, con la paciencia y el cariño del artesano que sabe ofrecerle al público una experiencia robusta, por un lado, y en simultáneo llevarlo a considerar la existencia de un grupo antagónico a la espera de vengarse por las “no atenciones” recibidas, por el otro (la idea de una clase social hegemónica descubriéndose asaltada por la masa subalterna empobrecida/ atribulada sobrevuela el convite). Al igual que todo buen cuento de horror, el maravilloso fluir general de Nosotros pone en cuestión las previsibilidades mundanas y el “olvido” de unos burgueses que niegan sus vínculos con el resto de la sociedad en pos de gozar de una comodidad muy pronta a caerse a pedazos…