Desilusión y ocaso
Diversas contradicciones de por medio, la última película de Paolo Virzì es uno de los trabajos más ambiciosos y desparejos que haya dado el cine italiano de los últimos tiempos, uno que para colmo se propone explorar la época de oro de la propia industria cultural italiana aunque desde la perspectiva mordaz que aporta el cinismo estándar de nuestros días, ese mismo que genera obras tan paradójicas como la que nos ocupa, Notti Magiche (2018). Virzì, uno de los grandes realizadores de su país de la actualidad y responsable de joyitas como El Capital Humano (Il Capitale Umano, 2013), Loca Alegría (La Pazza Gioia, 2016) y The Leisure Seeker (2017), escribió un guión junto a dos colaboradores habituales, Francesco Piccolo y Francesca Archibugi, que no se anda con chiquitas ya que traza de manera explícita una analogía entre el colapso del cine italiano durante los 90, cuando los grandes referentes de las distintas generaciones del neorrealismo comenzaron a desaparecer y no dejaron sucesores claros, y la desazón popular autóctona con motivo de la Copa Mundial de Fútbol de 1990, símbolo del preludio de la toma del poder por parte de Silvio Berlusconi y la ruina moral subsiguiente vinculada al neoliberalismo desvergonzado.
De hecho, la historia comienza la noche del 3 de julio de 1990, cuando en las semifinales Argentina expulsa a Italia del certamen por tiros desde el punto penal, circunstancia que coincide de sopetón con un automóvil cayendo en el Río Tíber desde un puente de Roma y el inmediato descubrimiento de un cuerpo dentro, el de Leandro Saponaro (el inmenso Giancarlo Giannini), un productor cinematográfico de renombre del período. Lo que sigue a continuación es un extenso racconto ante las autoridades policiales de los tres principales sospechosos del caso, Antonino Scordia (Mauro Lamantia), Luciano Ambrogi (Giovanni Toscano) y Eugenia Malaspina (Irene Vetere), un trío de jóvenes guionistas que resultaron finalistas del Premio Solinas, galardón que concede dinero en efectivo y la posibilidad de que sus trabajos se materialicen en pantalla. Este catalizador funciona a nivel práctico como una excusa para plantear el choque entre por un lado las nuevas generaciones de artistas que se asomarían desde aquella década del 90 y en el Siglo XXI, y por el otro las figuras ya ampliamente consagradas que pasan a explotar, ningunear o manipular a los muchachos desde una egolatría y una soberbia mayúsculas que tienen mucho de avaricia corporativista.
Disparando un sinfín de referencias a cineastas de la etapa comprendida entre los 40 y los 80, Virzì lleva las discordancias hasta el extremo porque el registro dramático que utiliza es -nada más y nada menos- que el propio de aquella “commedia all'italiana”, una comarca genérica hoy extinta apuntalada en constantes sobreactuaciones, diálogos entrecruzados confusos y un vitalismo de fondo hermanado a lo heterogéneo caótico y los conflictos superpuestos de toda índole; siempre dando a entender que lo que predomina en la vida no es precisamente el quietismo, esa fantasía del existencialismo burgués, sino un desorden en el que nada permanece estable por mucho tiempo. Los arquetipos de los que echa mano Virzì para delinear a los protagonistas no son novedosos pero satisfacen las exigencias del relato: Antonino es algo así como el intelectual del trío, un joven sumiso con mucho talento y muy entusiasmado por el medio que recién está descubriendo, Luciano también viene del interior de la nación italiana pero es mucho más desfachatado y anhela retratar sus orígenes familiares proletarios, y finalmente Eugenia pertenece a un clan acomodado romano aunque su carácter introvertido la deja muy presa de sus inseguridades, sueños y adicciones varias.
Los dos problemas fundamentales del film se resumen en su extensión y su óptica general: los 125 minutos se hacen por momentos demasiado largos en función de una dialéctica tragicómica que ameritaba ser más sucinto y cortar unas cuantas escenas descriptivas que sin duda están de más, y en lo que atañe a la idiosincrasia del relato en sí se puede decir que Virzì en unas cuantas ocasiones del metraje parece regodearse en el facilismo ideologico que otorga el paso del tiempo y en cierta tendencia a caricaturizar a los artistas veteranos al acusarlos de “cosillas” -vanidad, individualismo, pedantería, maquiavelismo, estupidez, etc.- que tranquilamente se pueden extender a sus homólogos actuales, con la salvedad de que en el pasado esos señores y señoras -aun con sus múltiples rasgos negativos- producían un gran número de obras valiosas por año y sus sustitutos del presente casi nunca logran llegar a ese nivel cualitativo y a esa cantidad de propuestas interesantes. El mismo título remite socarronamente a Un'estate italiana/ Un verano italiano, la canción oficial de la Copa Mundial de la FIFA de 1990, un leitmotiv celebratorio de la emoción que brinda el deporte -con música compuesta por Giorgio Moroder y letra en italiano de Gianna Nannini y Edoardo Bennato- que aquí muta en himno involuntario de esta derrota social/ cinéfila/ cultural que retrata la película recuperando los ecos difuminados de un lenguaje que pasa a ser homenajeado y ridiculizado sin piedad en iguales proporciones. Más allá de este manojo de contradicciones, Notti Magiche por un lado unifica la desilusión de los adalides bisoños y el ocaso de un sistema productivo que supo encabezar el séptimo arte a escala planetaria, y por otro lado consigue entregar chispazos de genialidad, algunos momentos entrañables y sentencias cáusticas inspiradas que compensan los traspiés con firmeza y sutil inteligencia, ofreciéndonos en suma una experiencia errática pero fascinante en su atribulado devenir…