Jugando con la percepción
Nada queda del talento que alguna vez demostró la realizadora Stacy Title en La Última Cena (The Last Supper, 1995) y prueba de ello es la película que hoy nos ocupa, la impresentable Nunca Digas su Nombre (The Bye Bye Man, 2017), una suerte de refrito fallido de las leyendas urbanas que pulularon en las pantallas durante la década del 90…
Desde hace meses el terror viene experimentando un repunte maravilloso que puede sopesarse tanto desde la perspectiva de la diversificación de las obras como en lo que atañe a cada opus de manera individual, un esquema que nos rescata de esa lógica del mainstream centrada en condensar toda la producción del género en remakes, fantasmas vengadores y el inefable found footage. A pesar de que Nunca Digas su Nombre (The Bye Bye Man, 2017) es en sí una propuesta lamentable, lo curioso es que forma parte también de este progreso escalonado, específicamente colaborando en la siempre saludable heterogeneidad del horror: la película intenta recuperar los recursos narrativos en torno a las leyendas urbanas y esas figuras que necesitan ser convocadas por el incrédulo ocasional para dar rienda suelta al desconcierto, la carnicería y la investigación subsiguiente que pretende detenerla.
Como si se tratase de un primo lejano de los protagonistas de Candyman (1992) y de la reciente Beware the Slenderman (2016), el primero craneado por el enorme Clive Barker y el segundo un típico exponente de estos tiempos digitales de paranoia y soledad hogareña, el personaje del título original en inglés es un ente que se aparece cuando alguien pronuncia su nombre, lo que inmediatamente deriva en alucinaciones que conducen a la muerte de las pobres víctimas de turno. La historia gira alrededor de tres estudiantes universitarios, Elliot (Douglas Smith), su novia Sasha (Cressida Bonas) y el mejor amigo del primero John (Lucien Laviscount), quienes alquilan una casa fuera del campus y -como corresponde en estos casos- desatan sin saberlo al psicótico espectral, cayendo paulatinamente presos de sus propios temores mientras el tal Bye Bye Man se divierte jugando con sus percepciones.
Puede ser difícil de creer pero casi todo en el film está horriblemente mal: las actuaciones son flojas, los diálogos sosos, la mayoría de las escenas no nos llevan a ningún lado, la atmósfera se siente desganada, la trama es súper predecible, la edición demasiado torpe y la experiencia en general resulta de lo más aburrida y redundante. Sinceramente es increíble que la responsable de este bodrio sea Stacy Title, una mujer que más de dos décadas atrás nos regaló La Última Cena (The Last Supper, 1995), una joyita indie que supo indagar en un terreno muy poco explorado por el cine norteamericano, hablamos de la frontera entre la comedia negra y la sátira política más mordaz. Aquí dirige un guión deshilachado, escrito por su marido Jonathan Penner que, como señalábamos antes, pretende reflotar los cuentos suburbiales de terror aunque recurriendo sin convicción o destreza a engranajes de antaño.
Hasta cierto punto se puede afirmar que todo lo que Nunca Digas su Nombre hace mal, la similar Don’t Knock Twice (2016) lo hace bien: éste trabajo de Caradog W. James bebe asimismo de la tradición de Candyman, no obstante los frutos se ubican en las antípodas de los obtenidos por el tándem Title/ Penner porque el primero sí sabe construir un núcleo dramático en verdad sólido y un ambiente tétrico sustentado en un montaje y una fotografía francamente impecables. El asunto resulta aún más doloroso por la presencia en papeles secundarios de la mítica Faye Dunaway y de una algo perdida Carrie-Anne Moss, a lo que se suma -como si fuera poco- la intervención de Doug Jones como el propio Bye Bye Man, hoy desperdiciado y condenado a un puñado de apariciones rutinarias sin ninguna backstory que justifique en serio la masacre o nos ayude a comprender quién es el homicida titular…