El clan del clon
Keira Knightley, Carey Mulligan y Andrew Garfield protagonizan Never let me go, film metafórico que imagina un pasado crítico de manipulaciones genéticas y amores sin esperanzas.
Basada en la novela homónima del escritor británico de origen nipón Kazuo Ishiguro, Never let me go retrata casi treinta años de un triángulo afectivo verdaderamente trunco. La trama se encuadra a partir de las relaciones de dos niñas (Keira Knightley y Carey Mulligan) y un joven (Andrew Garfield) que se encuentran internados en una institución pedagógica que cultiva (habría que entender esta palabra en su sentido más literal) a los niños preparándolos para una función específica: donar órganos. El anclaje en lo fantástico se intensifica cuando la película devela que el alumnado es un verdadero ejército de clones al servicio de la medicina.
La historia -que despliega tímidas líneas de lectura que van desde la maquinaria nazi, el cuestionamiento a la ética de un hipotético pasado, la escuela como aparato represivo-se consolida buceando en las aguas de un sentencioso culebrón, empapándose de una cadencia y una respiración sombría que no amaina hasta llegar a los créditos finales.
Por ser una película que comienza describiendo los mecanismos de una institución educativa, Never let me go se ocupa con prisa de enseñarnos sus ecuaciones, de mostrarnos cómo hace sus “cuentas”. Todo parece resumirse en sintetizados cálculos: niños educados en un espacio autoritario + profesora sensible que concientiza sus almas = garantía de desenlaces ásperos y con sus buenas dosis de lágrimas. Y la resolución de álgebra se pone más densa a medida que avanza el relato: romance imposible + augurio de una ética en retirada = efecto macabro. La escuela donde transcurre la primera media hora de película es una típica casona de la campiña inglesa alejada de la urbe donde los niños “especiales” se forman principalmente en arte y deportes. Una escuela “saludable”. Pero en la residencia Hailsham parece no haber profesores, sino guardianes que custodian una política de la supervivencia en un mundo donde ciertos valores aparecen trastocados.
Por demás despiadado, el director Mark Romanek le provee uno de los peores destinos al personaje de Ruth, interpretado por la duquesa Keira Knightley. Pregunta de puesta en escena: ¿por qué durante casi toda la película es imposible observar el rostro de Knightley (flequillo extra largo, el pelo siempre cubriendo la cara) y sólo cuando está en sus últimos días -cadavérica en el hospital después de su segunda donación de órganos- elige mostrarla , ahora sí, de cara al público? Cuando el espesor de una mirada algo cruel sobre el mundo se expande, se logra al unísono ser despiadado con el espectador también. Hay una engañifa básica en Never let me go que es la de ir al relevo de la ciencia ficción para trabajar zonas imposibles de la tecnificación social, pero que en un futuro venidero se podrían considerar viables. Si esta hubiera sido la opción -la utilización del género para imaginar cuestiones éticas sobre la manipulación genética o desplegar una visión crítica de la educación como espacio represivo- tal vez estaríamos ante un film igual de obtuso aunque tanto más honesto. Pero el solemne entramado de ciencia ficción y el conflicto de la clonación son meras excusas para proponer un melodrama lacrimógeno sin sutilezas.
En su transposición de Ishiguro, Romanek leyó la ciencia ficción in vitro de Gattaca con los anteojos de un edulcorado Lars Von Trier.