Pies de plomo
Hay algo simpático en la carrera de George Clooney como director de cine, y no sólo por el hecho de que siempre es simpático un actor devenido director, algo no tan común pero que suele tener buenos resultados, con figuras desde Clint Eastwood y John Cassavetes hasta Drew Barrymore. Clooney suele filmar películas ambientadas en otra época (con recurrencia sobre la primera mitad del siglo XX, en especial los ''50) y aún cuando la ambientación de su cine sea contemporánea (como en su película anterior, The Ides of March), algo en su forma de narrar, en su idea general sobria y adulta, huele a otras épocas.
Clooney -a estas alturas es evidente- no es ningún genio con la cámara, pero parece ser prácticamente la única persona en Hollywood que recuerda el pasado clásico de la industria de la cual forma parte. Ya sea con una comedia ligera (Leatherheads) o con un alegato político (Buenas noches y buena suerte), sus referencias están siempre ancladas en una tradición que el cine mainstream ha dejado de lado. Clooney conoce y cultiva el glamour vetusto y no por nada ha modelado su figura pública alrededor del dandy elegante y sofisticado que ya no existe. En Operación monumento hasta porta un bigote a lo Cary Grant.
Después de recorrer política y comedia, Clooney llegó finalmente al cine de guerra, un género claramente anclado en la década del ''40, época de oro del cine clásico, que por obvias razones el cine fue dejando atrás. Si bien los nazis siguen rindiendo en pantalla, cuando el cine los vuelve a invocar suele buscar hoy alguna excusa novedosa: ya sea relatar perspectivas más complejas sobre el nazismo (El lector, por ejemplo) o bien para apropiárselos en la clave más puramente pop (al mejor estilo Indiana Jones o, más moderno, Bastardos sin gloria). Habría que volver unas cuantas décadas atrás para encontrar otro ejemplo de cine bélico en la clave en la que intenta narrarlo Clooney: el cine de los soldados estadounidenses que van a luchar al frente por la nobleza de sus ideales y por la fraternindad de sus amistades entre soldados.
Era, claro, el cine que se filmaba en los ''40, cuando Hollywood veía emocionado caer las lágrimas de sus propios ojos frente al heroísmo de sus soldados, pero ya pasó un buen tiempo desde que a alguien se le ocurrió volver a filmar eso. La motivación en este caso es contar una historia poco conocida -pero no por eso menos real- la de un pequeño escuadrón de artistas e intelectuales que fueron enviados al frente sobre el final de la guerra para tratar de preservar y recuperar los monumentos y obras de arte que estaba destruyendo el conflicto. La suya, entonces, no es tanto una aventura bélica (no tienen que luchar contra los alemanes, apenas si bordean el frente y quedan cada tanto atrapados en algún cruce de fuego) sino más bien una aventura "del espíritu": preservar la herencia de la humanidad.
El problema, claro, es que por más que la historia sea más o menos interesante, lo importante es cómo se la cuenta. Es cierto: uno cree percibir el potencial de una buena narración en los hechos de estos hombres, pero no se la ve en Operación monumento. El elenco, cargado de nombres enormes de la comedia, empezando por Bill Murray y John Goodman, pero sin olvidar a Bob Balaban o hasta el propio Clooney, que se ha demostrado bastante eficaz, hacía suponer un tono ligero o, por lo menos, alguna mínima distancia que nos permitiera disfrutar de lo que hay en pantalla. Pero no ocurre nada de eso. Todo lo que Clooney muestra, lo muestra con la seriedad más plumbea, sin agilidad en la narración (en lugar de escenas, casi todo lo que vemos en la película parece apenas escenas de transición que no conducen a ningún lado), sin momentos bien redondeados (las acciones se suceden casi como un catálogo de "hechos reales" que había que contar para ser fieles a la historia, pero sin espesor dramático) y absolutamente ahogado por un sentimentalismo franco pero inmotivado (todo el tiempo, casi desde el principio, los personajes se la pasan hablando de sus nobles sentimientos, sin que la película misma llegue nunca a construir con su narración sensaciones verdaderas).
El resultado, entonces, se parece a lo peor de aquel cine clásico que Clooney parece admirar: narración aleccionadora, personajes superficialmente morales, diálogos acartonados y chistes sobre explicados, momentos sosos en los que lo único que importa es reconfortar.
Los buenos actores logran darle cierta vida a sus personajes (en la dupla Balaban/Murray, algunos momentos de Cate Blanchett) pero no pueden darle vuelo a una película que decidió atarse desde un primer momento a la lápida de la historia y los buenos sentimientos. La música (otra referencia más a ese cine clásico) cubre cada superficie de la película con un tono que se acerca a lo ligero, pero Clooney no sabe qué hacer con ella. Tal vez si hubiera respetado ese tono más disfrutable podría haber logrado armar una película más entretenida y no por eso menos noble.