La apuesta de la compañía Disney era más que arriesgada: ochenta años después del estreno de “El Mago de Oz” se atrevieron a esbozar una precuela de aquel ya clásico film de la historia del cine. Lejos de la escasez de recursos de la cinta que tenía a una todavía inocente Judy Garland como protagonista, aquí el gran peso de la historia cae sobre los hombros de James Franco en la piel de quien se convertirá en el famoso hechicero.
Bajo la dirección de Sam Raimi, todo comienza en una monocromática Kansas, escenario para que el ilusionista de poca monta Oscar Diggs (el carismático Franco) haga de las suyas embaucando a espectadores y engañando a inocentes señoritas con falsas promesas de amor. Es una de estas conquistas con final alborotado la que lo lleva a subirse a un globo aerostático que lo termina enviando directo hasta un tornado.
Gracias a la magia del cine y de los efectos de la pantalla de croma (en ocasiones se nota demasiado la utilización del CGI) Oscar arriba a la tierra que lleva por nombre su apodo y descubrirá que los habitantes del lugar consideran su llegada como la venida de quien los salvará de los designios de la Bruja Mala de Oeste. A medida que vamos descubriendo los seres fantásticos que habitan en Oz, la tristeza de sus pobladores y las intenciones de las tres brujas con las que se cruza en el camino (Mila Kunis, Rachel Weisz y Michelle Williams) se irá conformando el mapa de los personajes que conocemos de la película original, dejando todo dispuesto para que Dorothy caiga del cielo y se encargue de concluir la historia que marcó la infancia de muchos de nosotros.
La nostalgia vuelve con un despliegue tecnológico que no existía cuando éramos pequeños y, aunque arriesgada, la decisión de volver a Oz tantos años después para contarnos el comienzo del relato gana al momento de mostrarnos cómo se conformaron los personajes que el escritor L. Frank Baum nos había introducido en sus libros.