Explotación en el presidio
Lamentablemente el grueso de la animación europea contemporánea sale a competirle a los productos hollywoodenses en su mismo terreno y desde el mismo catálogo de referencias, lo que genera que una y otra vez nos topemos con obras que técnicamente no están a la altura de las norteamericanas y que apenas si ajustan algún que otro detalle argumental para acercarse un poco a la sensibilidad más circunspecta del viejo continente, aunque sin profundizar demasiado en las rupturas porque la idea primordial por detrás de esta línea de montaje -destinada al segmento familiar e infantil- es que cuanto más estandarizado/ nivelado esté el film en cuestión, más chances posee en los confines del mercado planetario y la exportación de siempre. De este modo, casi todas las propuestas se parecen y los rasgos individuales brillan por su ausencia en lo que termina siendo una pauperización incesante.
A diferencia de lo que ocurría en otras épocas más interesantes, procaces y tendientes a la experimentación y/ o al quiebre de las reglas no escritas de lo supuestamente “comercial” (pensemos en los opus del británico Martin Rosen o el francés René Laloux), nuestros días ofrecen pocas gratificaciones para el espectador ávido de una animación verdaderamente de peso, rica en cuanto a su dimensión discursiva… no importa si es para niños, adultos o el target que sea. La presente Ozzy (2016) confirma sin sutilezas lo anterior: hablamos de una triste coproducción española- canadiense que incluye una base narrativa clásica de la parcela infantil (el perder el contacto con la familia y tener que sobrevivir por fuera del amparo del hogar) y un contexto inusualmente agresivo que apunta a los mayores (aquí tenemos referencias varias a los campos de concentración y las películas bélicas de escape).
El núcleo del relato es el perro del título, un beagle que vive junto a una familia amorosa que se ve en la necesidad de encontrar un refugio transitorio para el animal ante un viaje imprevisto a Japón de todos los integrantes del clan. El asunto deriva en que Ozzy sea dejado en un albergue que bajo una fachada de lujo esconde un régimen de explotación y un presidio para perros controlado por perros, con un san bernardo como director de las instalaciones. Pronto el protagonista termina en el medio del enfrentamiento entre el “capo mafia” del lugar, un chihuahua, y el susodicho director en torno a unas carreras caninas que se celebran en un galgódromo interno, frente a lo cual Ozzy responde embarcándose en un plan de huida que involucra a varios cómplices/ compañeros de encierro, léase un salchicha miope, un fox terrier con sus patas traseras incapacitadas y un antiguo pastor inglés mudo.
Se podría decir que a rasgos generales la animación está bien pero las inconsistencias de la historia dejan poco margen para el disfrute, a lo que se suman diálogos un tanto remanidos que respetan a rajatabla la típica fórmula centrada en el grupito de excluidos que planea desquitarse de esos campeones del bullying que los atormentan. En este sentido, resulta curioso que en el desarrollo también quede algo desdibujada la “característica por antonomasia” de Ozzy, su velocidad, ya que el convite se vuelca progresivamente hacia la estructura de Escape a la Victoria (Victory, 1981). Dentro del campo positivo, se debe elogiar la predisposición de choque de algunas escenas vinculadas a la tortura lisa y llana, aunque las pocas ideas de fondo de los realizadores Alberto Rodríguez y Nacho La Casa, y del guionista Juan Ramón Ruiz de Somavía, nos condenan a un producto intercambiable con tantos otros del espectro cinematográfico actual, una obra que -como señalábamos anteriormente- apuesta sin cesar por los estereotipos y la repetición más trivial y anodina…