La información es un arma de doble filo.
Ya con tres películas en su haber, bien podemos afirmar que con cada nuevo trabajo Scott Cooper fue trazando un camino ascendente de progreso, una gran virtud que no estamos en condiciones de extender al resto de los directores que surcan el Hollywood contemporáneo. Así las cosas, la correcta Loco Corazón (Crazy Heart, 2009) fue superada por La Ley del más Fuerte (Out of the Furnace, 2013), un pequeño prodigio de venganza que hoy a su vez queda atrás -en términos cualitativos- si lo consideramos en relación a Pacto Criminal (Black Mass, 2015). Aquí regresan el devenir de los márgenes, la visceralidad setentosa y los vínculos de sangre de índole fraternal, los tres ejes principales de aquel film noir semi bucólico protagonizado por Christian Bale y Casey Affleck, no obstante en esta ocasión el tono elegido es aún más oscuro y alejado de cualquier atenuante o posibilidad de redención.
Precisamente, la historia gira alrededor de las tribulaciones de la alianza estratégica entre James “Whitey” Bulger (Johnny Depp), un representante de la mafia irlandesa de Boston, y John Connolly (Joel Edgerton), un vecino de la infancia reconvertido en agente del FBI: a mediados de la década del 70, ambos acuerdan pasarse información -sobre el submundo delictivo de la ciudad- que no sólo sea mutuamente beneficiosa a nivel “profesional” sino que también permita eliminar a enemigos en común en la praxis callejera. Mientras que de a poco Bulger saca cada vez más rédito del trato y consigue desplazar a la competencia italiana en los rubros usura, apuestas y drogas, Connolly convalida cada movida de su socio y entorpece cualquier tanteo intra FBI en pos de encarcelarlo. La obra se luce en el trajín de oponer la furia del primero a la lectura oportunista del esquema legal por parte del segundo.
El realizador toma sutilmente la estructura de “topos entrecruzados” de Los Infiltrados (The Departed, 2006) y la afición a cuidarse de los testigos o soplones símil Atracción Peligrosa (The Town, 2010), combinándolas con esa típica premisa de los policiales hardcore que difumina la línea divisoria entre la fuerza pública y los criminales, dos comarcas que se mimetizan de manera gradual. Aunque a simple vista el film puede ser catalogado como la culminación de una trilogía temática y tácita en torno a la metrópoli portuaria, lo cierto es que el opus de Cooper se aparta de los de sus colegas Martin Scorsese y Ben Affleck en lo referido al sustrato conceptual, ahora cargado de un nihilismo seco que no deja espacio para el relajamiento de la tensión dramática, especialmente debido a que el cineasta considera a Bulger un psicópata hecho y derecho, circunstancia que además acerca el convite al horror.
Quizás los dos ítems más interesantes de Pacto Criminal sean la manipulación del misterio detrás de la psicología del protagonista (en consonancia con su fetiche de asesinar por asfixia a los traidores) y el férreo código de honor que apuntala el guión de Mark Mallouk y Jez Butterworth (un motivo clásico del cine de gangsters y el séptimo arte en general). Una vez más la dimensión familiar pasa al primer plano cuando se trata de juzgar al cofrade y establecer su jerarquía y/ o futuro dentro de la organización, aquí un tanto modesta en magnitud pero con los tentáculos de un pulpo en lo que hace a su eclecticismo. De hecho, las prebendas, la extorsión y los homicidios son sólo la punta del iceberg de las “relaciones carnales” entre los agentes federales y la aristocracia del barrio, la cual adquiere en la figura verídica de Bulger una autenticidad sanguinaria vinculada a esa lealtad que traza distancias.
Resulta evidente que la película, en sintonía con las recientes Matar al Mensajero (Kill the Messenger, 2014) y El Año más Violento (A Most Violent Year, 2014), analiza la hipocresía del tráfico de influencias del gobierno norteamericano y las paradojas del “secretismo” de los negocios que juegan a dos extremos, dependiendo tanto de la supresión de los rivales como del favor oficial para subsistir. La información homologada a un valor de cambio es en cierto modo la contracara del díptico compuesto por un antihéroe decadente y salvaje y un Estado de pulsión parasitaria, atento a cualquier billetito que ande dando vueltas por ahí. El maravilloso duelo actoral entre Edgerton y Depp es equiparable al conflicto narrativo entre el romanticismo que ensalza los estatutos laxos de la marginalidad (obviando las leyes escritas) y un pragmatismo paranoico que se fagocita a todos (la expansión es el horizonte).