Parasite

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

La falacia de la escalera social

En ocasión de Parasite (Gisaengchung, 2019), sin duda una de las mejores películas de lo que va del Siglo XXI, su director y guionista Bong Joon-ho regresa a sus obsesiones temáticas de siempre, en especial la inequidad, la exclusión, los abusos, la inoperancia, los secretos y la posibilidad de resistencia social, todos tópicos que ha examinado de manera muy detallada y sardónica en sus otras propuestas, las recordadas y también excelentes Barking Dogs Never Bite (Flandersui gae, 2000), Memories of Murder (Salinui chueok, 2003), The Host (Gwoemul, 2006), Mother (Madeo, 2009), Snowpiercer (2013) y Okja (2017), distribuida por Netflix. A diferencia del fundamentalismo de Hollywood en cuanto a los géneros clásicos y la ausencia contemporánea de un mínimo interés vinculado al ardid de introducir ingredientes novedosos que nos rescaten de la mediocridad de la era de las franquicias, el cine asiático en general y el surcoreano sobre todo continuamente tienden a amalgamar géneros a priori dispares sin necesidad de mayores justificaciones formales y amparándose en una valentía artística que casi siempre redondea muy buenas transiciones entre los diferentes registros; algo que aquí vuelve a ocurrir porque de hecho el realizador se pasea -vía ciclos narrativos sucesivos- por la comedia negra cuasi costumbrista, el thriller de invasión de hogar, el drama de corte comunal, los vericuetos del horror y hasta las parábolas de odios acumulados a lo largo del tiempo y en función de pequeñas faltas de respeto que terminan apuntalando esas ganas locas de querer cargarse a la contraparte en plan de justica social, suerte de diminuta reparación/ compensación que trabaja sobre el campo individual lo que no puede hacerse sobre el colectivo, a escala de todo el sistema.

La película en sí cuenta con dos partes bien marcadas y es de esos opus de los que conviene no dar demasiadas precisiones acerca de su trama desde la base del relato en adelante, por lo que sólo explicitaremos cómo Bong da forma a los cimientos de la historia: Kim Ki-taek (Song Kang-ho) es la cabeza de un clan de Seúl que en conjunto vive en la miseria, ha pasado por un sinfín de trabajos, sobrevive como puede armando cajas de cartón para una pizzería y gusta de robar señal de wifi a los vecinos de arriba del departamento en el que viven, una especie de sótano muy pequeño que da a la calle a la altura del suelo. La familia, que se completa con la madre Choong-sook (Jang Hye-jin) y dos hijos que ya terminaron el colegio secundario y también están desempleados, el varón Ki-woo (Choi Woo-shik) y la chica Ki-jung (Park So-dam), encuentra un filón laboral inesperado cuando un amigo de Ki-woo, Min (Park Seo-joon), le propone recomendar al muchacho como reemplazo de sí mismo en calidad de tutor de inglés de la hija de un matrimonio de la alta burguesía compuesto por el marido Park Dong-ik (Lee Sun-kyun) y la mujer Park Yeon-kyo (Jo Yeo-jeong), padres asimismo del revoltoso purrete Da-song (Jung Hyun-joon) y la susodicha adolescente, Da-hye (Jung Ji-so). Ki-woo consigue el puesto de profesor de inglés y mete en la lujosa casa de los Park a su hermana Ki-jung bajo el mote de docente encargada de implementar una “terapia artística” sobre el hiperquinético y pintorcillo ocasional Da-song. La chica sigue la cadena y hace despedir al chófer de la parentela dejando su bombacha en el asiento trasero del auto, así la pareja contrata por recomendación a Ki-taek, quien sin haber conducido nunca un bello Mercedes Benz de inmediato se convierte en el reemplazo.

Choong-sook, el último eslabón de la familia Kim en ingresar a la residencia de los Park, amerita un plan mucho más minucioso porque lo que los flamantes empleados pretenden es intercambiarla por la actual ama de llaves de la morada, Moon-gwang (Lee Jung-eun), una mujer que “sobrevivió” al cambio de dueños del inmueble porque fue la gobernanta del propietario anterior, nada menos que el arquitecto que concibió la casa, un profesional famoso llamado Namgoong que se las recomendó en su momento a los Park: gracias a que comienza una relación romántica con su alumna Da-hye, Ki-woo se entera que Moon-gwang es alérgica a la pelusa del durazno y aprovecha el dato para que su padre, el cual lleva al supermercado y trae a Yeon-kyo con el Mercedes Benz, simule haberla encontrado de casualidad en un hospital y haber escuchado que está enferma de tuberculosis, por lo que la Señora Park pronto decide despedirla por miedo al contagio de todo el clan. Con la entrada de Choong-sook en el domicilio se cierra el primer acto del film ya con los espejos sociales bien definidos y las cuatro relaciones de aparente complementariedad finiquitadas, léase Ki-taek/ Dong-ik, Choong-sook/ Yeon-kyo, Ki-woo/ Da-hye y Ki-jung/ Da-song. La segunda mitad de la propuesta se mete con una doble sensación de peligro, por un lado la que surge de la misma necesidad de los Kim de tener que aparentar frente a los Park ser servidores ascéticos, pedantes y experimentados de la oligarquía empresaria (el Señor Park es CEO en una compañía llamada Another Brick y gana fortunas y su esposa, una tontuela igual de crédula y snob), y por otro lado la que aparece de improviso bajo la sombra de la competencia intra clase (otros lúmpenes desesperados pretenden ocupar el rol de los Kim).

El guión de Bong y Han Jin-won va pasando de la comedia de integración paulatina de los comienzos a ese tono posterior cada vez más oscuro y sobrecargado, síntoma de que a los miembros de la estirpe protagónica no les queda otra que caer en el crimen para sacarse de encima a la competencia y hasta ejercer justa venganza sobre unos Park que pueden llegar a ser en verdad repugnantes de la mano de su catarata de soberbia, caprichos, estupideces varias y un asco/ antipatía apenas disimulada hacia sus empleados, en el desarrollo retórico simbolizada de manera muy clara mediante el malestar que siente Dong-ik ante el olor corporal de Ki-taek; aroma que se debe al hecho de vivir hacinado junto a los suyos en ese semi sótano con aires lejanos de vivienda y plagado de cucarachas, desde el cual ven una y otra vez cómo los borrachos del barrio suelen orinar detrás de un contenedor de basura que da justo a una ventana de la habitación donde comen. La referencia al parasitismo del título juega con la ambigüedad y con la distancia que separa a la superficie de lo que ocurre en realidad, empezando por esos Kim que se sirven de la ingenuidad de los Park para luego dejar explícito que los verdaderos explotadores -porque detentan el poder del entramado capitalista- son los Park, en especial durante la gloriosa carnicería del final y su denuncia del egoísmo y la falta de apego a la vida del prójimo por parte de la alta burguesía, esa que cuando las papas queman siempre opta por sacrificar a sus “esclavos útiles” asalariados, incluso a los que se piensan a sí mismos unos pasos por delante de la horrenda patronal (la picardía a la hora de sobrevivir como sea de las clases populares, condensada en Ki-taek, su mujer y su prole, eventualmente muta en rencor por la desigualdad y el atropello de fondo).

Más allá de las diferencias de turno entre los sujetos individuales, en donde más se destaca el film de Bong es en el análisis de la falacia de la escalera social, en términos prácticos la noción -cual zanahoria colgada adelante del burro- que el emporio del capital le pone enfrente al pueblo para que acepte su destino de bajezas y su existencia subyugada en función de la promesa de un ascenso futuro -casi por arte de magia- dentro de la estructura general de la pirámide social plutocrática, eterna justificación conceptual que se mueve en el campo de la cultura y habilita enfrentamientos como el aquí retratado en pos de hacerse de los pocos puestos laborales disponibles en un sistema que hace rato reemplazó al trabajo por la dialéctica de la especulación, las apariencias, los engaños, la levedad y el dinero que genera dinero ya sin ninguna intervención humana, por lo que paradójicamente los bípedos se transforman a ojos de los bípedos en estorbos para sus ambiciones ya que hoy casi nadie desea lidiar con la voluntad del otro, sus exigencias y el marco jurídico que dice ampararlas desde la hipocresía. A la par de poner en primer plano la banalidad de las clases altas y las ingeniosas estrategias que las capas populares suelen implementar con el fin de disfrutar de una mínima revancha contra esos parásitos que -con suerte- pueden llegar a arrojar unas moneditas/ sueldo a cambio de vidas entregadas al grito de “por favor, explótenme”, la realización además subraya los puntos en común entre familias de enclaves comunales opuestos pero con un andamiaje muy semejante, uno quizás orientado a la afectación hiper ridícula y otro más volcado al rebusque pero ambos similares a escala de su quid intrínseco, detalle que se suele pasar por alto en fábulas de ensimismamiento clasista como la presente.

Todo lo hecho por el elenco es prodigioso y se agradece en especial el regreso del querido Song Kang-ho, con quien Bong ya había trabajado en Memories of Murder, The Host y Snowpiercer, un actor sublime que se acopla de maravillas a la progresión narrativa de la que echa mano el director para construir su sátira política, económica y social de impronta sutilmente solapada, por momentos parecida a Nosotros (Us, 2019) de Jordan Peele aunque sin aquellos automatismos -simpáticos pero bastante reduccionistas para con el contenido ideológico concreto- del cine de género hollywoodense. Recurriendo a una puesta en escena compleja y claustrofóbica que afortunadamente evita todo planteo de índole teatral en relación a la disposición de la acción dentro de la mansión modernista de los Park, sede de buena parte del metraje y de las batallas y el suspenso angustiante del segundo acto, Parasite señala el hambre, las contradicciones y el absurdo de la dependencia general entre órdenes sociales contrapuestos que se detestan de manera recíproca sin darse cuenta que uno no existiría sin el otro; en esencia debido a que hablamos de un aparato público de generación de pobreza endémica y fortuna de lo más altisonante, una que termina en manos de un puñado de psicópatas -o imbéciles, como en este caso, considerando las pocas luces de los Park- que concentran y controlan el grueso del poder nacional en el contexto de regímenes occidentales y orientales posmodernos proclives a hacer de la democracia una parodia de sí misma que condena a la indigencia a la enorme mayoría de los mortales a través de la ausencia absoluta del Estado, casi siempre cómplice por desidia del martirio y/ o garante de un condicionamiento cultural tendiente a la sumisión colectiva ad infinitum.