Primero que nada es justo decir que este es un tanque-romántico-espacial hollywoodense, y que no pretende venderse como otra cosa. El que haya visto el trailer ya sabe a priori lo que va a ver: bellos jóvenes (Jennifer Lawrence y Chris Pratt, hoy dos de los actores más cotizados del mundo) perdidos en el espacio, solos a bordo de una nave autónoma y gigante. Una película, entonces, orientada a un público específico: adolescentes y veinteañeros, preferiblemente parejas.
La premisa es simple: el protagonista se despierta, luego de 30 años de criogenización, a bordo de la gigantesca nave Avalon. Pero enseguida comprende que algo salió mal: es el único, de los más de 5 mil pasajeros, que ha despertado de su letargo. De hecho, su vigilia se adelantó: faltan aún 90 años para que la nave llegue a su destino, el planeta Homestead II, y para que el resto de los pasajeros despierte. Volver a criogenizarse le es imposible, por lo que ha quedado varado en una nave inmensa, completamente solo con la excepción de un androide barman (Michael Sheen) y otros varios robots de servicio. Lo más interesante del asunto es que, inmerso en la tristeza y la soledad más extremas, una idea se le aparece como un parásito envenenado: abrir la cápsula de criogenización de alguien más, con la intención de obtener una compañera para su eterno viaje. Luego de luchar un tiempo contra esa tentación, finalmente sucumbe a ella, y de entre los miles de humanos congelados elige justamente a una escritora joven y bella –si lo hacemos, lo hacemos bien, habrá pensado–, aun a sabiendas de que, con esa única acción, pasa a condenarla a un confinamiento eterno.
Esto es lo más interesante de la película, pero también lo más nefasto. Todo el romance posterior está basado en una gran mentira: no fue un accidente que ella haya despertado, sino el resultado del egoísmo del protagonista, un hombre desesperado que acabó arrastrándola a su misma isla desierta. Lo llamativo del asunto es que el discurso que se construye a partir de ese hecho no se encuentra muy lejos del tan criticado machismo propio de las series turcas de moda, aquellas en las que una mujer es secuestrada o violada pero acaba enamorándose de su victimario, aceptando el destino impuesto por el sistema patriarcal. De la misma manera, aquí la chica, aun luego de enterada de la terrorífica verdad, acabará enamorándose de quien a sabiendas decidió arruinarle la vida.
Por fuera del inesperado paquete ideológico existe una razón cinéfila para querer ver esta película: se trata de la última obra del notable director noruego Morten Tyldum, autor de las brillantes Headhunters y El código enigma, uno de los últimos autores reclutados por Hollywood. De hecho, esta es la típica película estadounidense dirigida por un extranjero: un creador de imágenes y mundos es puesto al servicio de un guión estándar y más o menos funcional. La atmósfera se logra notablemente y los pasillos fríos, la pulcritud imperante y el gélido silencio imponen eficientemente una sensación de aislamiento.
Pero también se hacen sentir ciertos problemas de ritmo, y el aburrimiento de los protagonistas se contagia. En un giro tardío del guión, un tercer personaje aparece en la nave, rematándose la película con un vuelco hacia el cine catástrofe y de acción. Pero es demasiado tarde: Pasajeros ya había arrastrado a su audiencia hacia las insondables profundidades del bodrio.