La comezón del séptimo año (y del décimo film)
Con Amor en juego, los hermanos Farrelly generaron un inconveniente: hasta ese momento, su filmografía, rica en freaks de toda índole, venía enriqueciéndose, complejizándose, ingresando en zonas inexploradas de la propia comedia, haciendo, en definitiva, del humanismo una bandera.
El inconveniente que planteó Amor en juego fue el siguiente: ¿Cómo se continúa por la vía de lo freak sin perder humanidad ni originalidad? Ahí la respuesta la dio ya no el código de un género visitado por los hermanos (la comedia romántica) sino la decisión de convertir a lo freak en un tono, en una actitud y no en un elemento determinante físico o psíquico de un género puntual. De esa forma, tirando la pelota hacia delante, los Farrelly concebían una película que tenía tanto de encargo como de inquietud de un cine personal.
Poco tiempo después llegó La mujer de mis pesadillas y ahí, por primera vez en casi una década de establecimiento de una forma de hacer comedia, el cine de los hermanos comenzaba a reciclarse -conducta habitual pero nunca tan explícita en la obra del dúo- pero quizás lo peor es que comenzaba a resignar humanidad y visión problemática del mundo en función de la efectividad de los gags (elemento que la emparienta con la problemática Loco por Mary).
En esa encerrona -y tras la postergación del tan ansiado proyecto sobre Los tres chiflados- tiene su punto de partida el proyecto de Pase libre, que pareciera ser una proclama, un cruce de caminos con una proposición: cambio y adaptación a otros tiempos o persistencia en lo mismo y olvido. El resultado es lo mismo pero empeorado: muchos gags, pocas personas, poco mundo, desprecio (elemento que estaba en la ya mencionada Loco por Mary). Lo notable es que la película casi no realiza el más mínimo esfuerzo por darle a cada personaje entidad de algún tipo, sino que son meros estereotipos con cargo de conciencia (y autoconciencia de su estereotipación: dato no menor en una película fallida sobre los estereotipos) aquellos que ocupan el centro: dos cuarentones algo sexópatas que extrañan los “buenos y viejos tiempos” y obtienen una suerte de carta blanca, durante una semana, para hacer lo que quieran con las mujeres, con la aceptación de sus esposas, que ven en la saciedad de ese deseo (aunque afuera de la pareja) la recuperación de sus maridos a un tipo de sexualidad de pareja más adulta.
Pase libre, es además, una extraña combinación y versión libre de ¿Qué pasó ayer? y La comezón del séptimo año, en la que aparece un segundo problema: a la falta de freaks, a la ausencia de humanismo (o, en todo caso, a la presencia de un humanismo culposo y no uno libertario), se le suma un giro de un conservadurismo sorprendente, que recuerda, inclusive, a las peores decisiones del imaginario pequeñoburgués de cierto cine de Judd Apatow, en espacial Virgen a los 40 años, en donde el tópico del crecimiento y el abandono de actividades “juveniles” parece ser la salida para muchos personajes.
En esa decisión conservadora, los Farrelly ya no sólo pierden su propio norte (sobreactuado en la reaparición de escatologías de todo tipo), sino que abandonan a sus personajes, los dejan a la deriva de un aprendizaje forzado. En medio de ese abandono, el moralismo del matrimonio monogámico como principio de construcción de la pareja, la defensa irrestricta de la familia y, por último, la deshumanización de la sexualidad (en otras películas el sexo se vivía sin culpas pero con humor, aquí el sexo es garante de cierto malestar): en definitiva, una antítesis de todo lo que construyeron en los últimos 15 años.
Dentro de la obra de los Farrelly, Pase libre es un retorno a lo conocido, pero empeorado, como una sucesión de poses y pasos de baile sin vida. En el medio, sin embargo, hay grandes actores que buscan sostener con su propio carisma lo que la película no les entrega, que es carácter, originalidad, calidez y al mismo tiempo complejidad, inquietud, molestia con el lugar que les toca ocupar (en tanto personajes). En este sentido, resulta brillante e ilustrativo el plano final con la resistencia a la confesión y la última frase, en boca del talentoso Sudeikis. Ese timing para romper un tempo y un modo de la resolución parece ser el antídoto que los mismos directores inoculan a cada película: nunca ser previsibles, siempre encontrar algo que nos quite de lo común, lo reconocible y que el humor sea el centro reparador de tanta miseria del mundo. Pero aquí llega tardísimo, en el último segundo.
Extraño y decepcionante: la miseria vino aquí de parte de los mismos padres de la criatura, que la dejaron atrapada en un atolladero sin salida moralista, previsible y poco efectivo, algo letal para cualquier comedia inteligente, algo que Pase libre, definitivamente, no es.