"¿Todo bien?", debe de ser la pregunta que más repetidamente se formulan unos a otros los personajes de este tercer film de Victoria Galardi ( Amorosa soledad, Cerro Bayo ). Como si quisieran asegurarse de que están libres de cualquier conflicto serio y de que si existe alguno, nadie lo expondrá en voz alta (a lo sumo lo confesará envuelto en rodeos al oído de alguien de confianza). Todo bien, como en la elegante casa de un barrio acomodado de la zona norte donde transcurre casi todo el relato: ningún problema serio: nada más grave que algún desperfecto en la bomba de la pileta o el de una canilla que siempre gotea. Todo bien, en fin, porque de lo que no anda bien es preferible no hablar; no importa que a ratos se perciba muy tenuemente que dentro de esa atmósfera placentera y despreocupada palpita cierta tensión, cierto vacío, cierto descontento. Todo bien aunque no todos estén cómodos en esa hueca felicidad de spot publicitario. El laconismo que Victoria Galardi ya mostró en films anteriores contribuye a subrayar sutilmente la mirada distante pero crítica que la realizadora echa sobre la superficialidad de sus personajes.
Los principales -los que ser6án protagonistas del conflicto, el único, que tardará en hacerse manifiesto- son la dueña de casa, Lucía, divorciada hace tres años de Ricky, el padre de su hija adolescente, y su gran amiga Elena, una bella actriz española radicada entre nosotros desde hace ocho años.
Lucía tiene una nueva pareja, con quien ha planeado una pequeña vacación en el Uruguay; por eso recurre a Elena, para que acompañe a su hija, le cuide la casa y disfrute de ella. Son pocos días, pero bastan para que la muchacha se vuelva a cruzar con Ricky y entre ellos nazca (o resurja, no se sabe), una pasión fulminante, que tarde o temprano deberán blanquear ante Lucía. Esta especie de triángulo amoroso fuera de tiempo constituye el único conflicto (lo es en este caso porque así lo vive Lucía y porque ha habido seguramente muchos otros entre las dos mujeres que se mantuvieron ocultos en nombre del todo bien), pero Galardi no intenta analizarlo; sólo lo plantea como interrogante en torno de las lealtades o las traiciones que implica la amistad.
Sin duda la directora filma con soltura, sabe acertar en los tonos y crear climas, pero en este caso su habilidad narrativa no alcanza a superar las flaquezas de un guión que falla en el dibujo de los personajes (son apenas esbozos), en la construcción del relato (más de la mitad de la película está dedicada a la presentación del ambiente y de la relación entre las protagonistas) y en la incorporación de personajes secundarios que apenas agregan algún momento de distensión (el jardinero de Esteban Lamothe, la irrupción de la música para hacer posible la escena del baile de la atractiva Elena Anaya) o resultan francamente postizos (como la secreta adicción del cuñado). Toda esa larga primera parte -en la que lamentablemente no se alcanza a despertar en el espectador interés por los destinos de las dos mujeres- se hace plana, apagada y por momentos tediosa. Y cuando el conflicto se produce y el film parece haber recuperado la vitalidad y abrir su capítulo más sustancioso, sobreviene el final.
Son los actores -Bertucelli y Anaya, principalmente, pero también Lamothe, Mirás y Bigliardi- quienes logran aportar algún espesor a los personajes y sostener el interés en el relato en los momentos en que éste decae o acusa saltos en la continuidad. Impecable en lo técnico, Pensé que iba a haber fiesta seduce en el aspecto visual gracias a la elegancia de sus imágenes y a la irreprochable selección de ambientes.