La cuarta película de Santiago Mitre (sin contar El amor – primera parte, dirigida en compañía) sigue revelándolo como un realizador con muchas inquietudes y sin miedo al riesgo en su camino artístico. Después de El Estudiante, la remake de La Patota, y La Cordillera, adapta junto a Mariano Llinás una novela de Iosi Havilio sobre un hombre en crisis que se enfrenta a una situación que parece imposible. No voy a contar spoilers ni nada que no se lea en sinopsis oficiales (o en el título de la película en Estados Unidos según Letterboxd) pero si prefieren la sorpresa total, les sugiero que no lean el siguiente párrafo y salten a lo que sigue después de la próxima imagen.
José es un argentino que vive en un pueblo de mala muerte en Francia junto a su pareja que da a luz en la casa ni bien empieza la película. Pronto se queda sin trabajo y ella, que es francesa pero habla en español todo lo que él se niega a hablar y aprender el francés, consigue trabajo y así pasa él a quedarse con la bebé a cuidado en la casa. Una tarde se cruza a lo del vecino a pedirle una pala prestada y se encuentra con un francés demasiado simpático, juguetón y ostentoso al que es evidente que no soporta desde el minuto en que le abre la puerta. Hasta que en un preciso instante explota y lo asesina con su propia pala. Sin embargo es difícil incluso tras aquel arrebato adivinar ante qué tipo de película estamos -en realidad si no se leyó de antemano la novela de base-: al día siguiente el vecino aparece como si nada hubiese pasado y José se da cuenta de que tiene un don único.
La película co-producida en Francia adapta la novela con bastante libertad pero iguala esos dos factores sorpresas, en los que de todos modos ninguna de las dos obras necesita apoyarse, para relatar una historia que en el fondo transita temáticas más universales. La crisis matrimonial (o de pareja, porque se aclara que no están casados y es un dato no menor teniendo en cuenta la situación de inmigrante del protagonista), el derrumbe de sentirse sin futuro y con un presente en el que no se halla, los miedos propios de cualquier padre o madre primerizo. Con algo de fantástico, otro poco de gore y bastante humor negro, Pequeña Flor se va moviendo y deshojando a medida que se suceden las situaciones, algunas más absurdas que otras, y ahí está José, a quien el mundo empieza a distorsionarse y encuentra cierto lugar seguro en una nueva e insólita rutina que le permite expresarse con creatividad y descargarse al mismo tiempo.
La repetición de ciertos esquemas (con la música como protagonista y la canción que brinda el título) le sirven a Mitre para despacharse con escenas parecidas pero distintas, en la que los métodos cambian para lograr un mismo fin. Menos calculada que sus películas anteriores, Pequeña Flor respira un aire más experimental, desde lo narrativo especialmente.
La novela que tiene como epígrafe una frase de Help a él de Fogwill, está escrita en un único y largo párrafo en primera persona, un monólogo veloz pero no agotador del protagonista que en la película se cambia por la narración en off del vecino; esto le permite transmitir un mayor extrañamiento y si bien parece algo azaroso al principio logra cobrar sentido. Ese vecino es interpretado por Melvil Poupaud, prolífico actor francés que da vida con cariño y soltura a su excéntrico personaje. Daniel Hendler no falla a la hora de ponerse en la piel de su antihéroe protagonista. Vimala Pons es quien se transforma en esa mujer que no duda en ponerse los pantalones cuando alguien tiene que hacerlo más allá de transitar su propia crisis y Sergi López, como un gurú que en la novela es presentado como una especie de imitador de Jodorowsky, tiene sus buenos momentos para lucirse aunque en esa parte de la película el ritmo se estanca un poco. Más desaprovechada está Françoise Lebrun como una vecina que aparece en el momento justo para ayudar. Pero a grandes rasgos el elenco funciona porque se comprometen al juego que invita la curiosa película, entre lo cotidiano y lo fantástico.
Mitre y Llinás entienden que la mejor manera de adaptar la novela es hacerla propia y crear algo nuevo. Así, varios cambios narrativos se adaptan con solvencia aunque hay algún momento de la novela que nos quedamos con ganas de ver, como siempre sucede a la larga. Entre los cambios de registro también hay una inconsistencia tonal que a veces le juega a favor y otras pocas en contra.
Debajo de lo surreal de la situación principal, de lo lúdico de un relato que siempre se está moviendo y no se sabe hacia dónde -ni la novela ni la película caen en fórmulas estructuradas-, del explosivo uso del gore cuando la escena lo amerita, allí debajo de todo eso hay una historia de amor, de dos personas que necesitan volver a encontrarse, de una manera diferente y al mismo tiempo como lo supieron hacer siempre. Un poco de esos dos temas que contienen todos los temas se trata la película: el amor y la muerte. Porque a lo mejor la muerte tiene casi tan poco sentido como la vida.