El tamaño de los sueños
La primera aventura de Alexander Payne en el terreno de la ciencia ficción en realidad no se aleja demasiado de sus inquietudes existenciales de siempre, ahora volcadas de manera magistral hacia la sátira social vía una premisa deudora de las exploraciones nihilistas de La Dimensión Desconocida (The Twilight Zone) en torno al apocalipsis, las posibilidades/ delirios que abre la tecnología y todo ese manojo de bajezas y fortalezas que caracterizan al ser humano desde el comienzo de los tiempos. Considerando que la comedia mainstream está atravesando una de las peores fases en su historia, con poquísimos exponentes anuales y para colmo de una calidad francamente lamentable (siempre con ese humor barato para oligofrénicos basado en las burlas e insultos gratuitos, sin ningún sustrato ideológico que apunte a un discurso sobre la sociedad y la cultura de fondo), no podemos dejar de celebrar que autores individuales como el norteamericano nos devuelvan la potencialidad sardónica del género y su capacidad de ayudarnos a reflexionar acerca del mundo en el que vivimos.
La historia gira alrededor de Paul Safranek (Matt Damon), un hombre gris que junto a su esposa Audrey (Kristen Wiig) planean someterse a un novedoso procedimiento de miniaturización que descubrió un científico noruego años atrás -motivado por la sobrepoblación contemporánea, la escasez de recursos y la destrucción del planeta- y que una compañía estadounidense eventualmente metamorfosea en un servicio que invita a los individuos a licuar sus activos y transformarlos en un devenir lujoso como moradores de una miniciudad de corte utópico, en esencia gracias a la conversión del sistema monetario inflado de las personas normales a su homólogo diminuto, de apenas un par de centímetros, en el que el volumen de los productos para sustentar la vida es mucho más acotado. En la decisión de “saltar hacia el abismo” juegan un papel fundamental esa típica ambición norteamericana de progreso, la curiosidad que representa la innovación tecnológica y la frustración para con cómo ha resultado la vida familiar/ profesional hasta ese momento.
El guión, de Jim Taylor y el propio Payne, tuerce rápidamente la acción a partir de que la pareja de Paul lo abandona y él termina ayudando a una disidente vietnamita de izquierda que vive en los suburbios de lo que prometía ser una panacea colectiva, una mujer que se la pasa rodeada de mexicanos que como ella subsisten en el olvido, la marginación y la miseria, siempre limpiando las mansiones de los ciudadanos empequeñecidos adinerados. El realizador construye una parábola muy inteligente de las desigualdades convalidadas por el sistema, el oportunismo capitalista y los desengaños freaks de una mundanidad que nunca cae en la caricatura o el menosprecio habitual de Hollywood: en vez de ahogarse en hipérboles o quedarse sólo en la contraposición entre los rasgos decepcionantes de ambos mundos, el de la estatura normal y el de la gente reducida, el film prefiere examinar los sueños malogrados del protagonista y ponderar una maravillosa verdad vinculada al hecho de que los problemas de los seres humanos siempre los acompañan, vayan donde vayan.
La intervención de Christoph Waltz como el vecino arrogante de Paul, de Udo Kier como un compinche de éste último y de Hong Chau en el rol de la muchacha vietnamita suman vitalidad al trabajo de por sí preciso de Damon, un actor que aprovecha cada una de las punzantes, adorables y/ o conscientemente patéticas líneas de diálogo marca registrada de Payne. Con mucho de la ironía política de La Elección (Election, 1999), otro tanto del desasosiego existencial de Las Confesiones del Sr. Schmidt (About Schmidt, 2002) y una mínima dosis de la tristeza melancólica de Nebraska (2013), Pequeña Gran Vida (Downsizing, 2017) es una rareza total en el panorama actual del séptimo arte, uno que parece haber olvidado por completo el análisis social y el estudio de las injusticias internacionales que el director encara en este caso, por un lado apoyando la militancia en pos de asistir al prójimo y por el otro escapándole a ese cinismo facilista y light tan de nuestros días, en el que todos afirman indignarse por la crisis de los refugiados, el cambio climático o la obsesión empresarial con usufructuar con toda novedad tecnológica/ especulativa que aparezca bajo el horizonte del marketing global… aunque muy pocos hacen algo para cambiar las cosas desde la isla en la que viven, sea ésta del tamaño que sea.