La manipulación en la vida cotidiana.
A pesar de que podemos catalogar a David Fincher como uno de los representantes ilustres de la generación de realizadores de principios de la década del 90, aquella que surgió bajo el manto de la transgresión visual y con una amplia experiencia en las comarcas de la publicidad y el videoclip, lo cierto es que el norteamericano ha llegado mucho más lejos que la mayoría de sus colegas de aquellos días. El prestigio intra industria y el consenso elogioso de la crítica, dos “estados” del devenir cinematográfico tan caprichosos como inasibles, no son nada en comparación con su verdadero logro, el haber conseguido que todos sus films sean sinónimo de una calidad vinculada a la esencia misma del séptimo arte.
La maestría en la puesta en escena, el control de los detalles técnicos, una pasión intrínseca entre clasicista y de vanguardia, la paciencia de los relatos y la interpelación sociológica al contexto de los personajes constituyen los pivotes de su carrera y los rasgos excluyentes de Perdida (Gone Girl, 2014), su opus más reciente. Una vez más el director respeta su pedigrí de gloriosos thrillers suburbanos aunque volcando la balanza hacia el drama de alcoba y la parodia de la euforia mediática: hoy el combo incluye la ambivalencia solapada de Al Filo de la Muerte (The Game, 1997), mucho sarcasmo contracultural símil El Club de la Pelea (Fight Club, 1999) y una voracidad narrativa que nos retrotrae a Zodíaco (Zodiac, 2007).
En esta ocasión la premisa es extremadamente simple (está centrada en la desaparición de una mujer y la investigación subsiguiente sobre su esposo) y el “gran misterio” se resuelve promediando la trama (a través de un examen irónico de las pugnas hogareñas y el rol que le suele caber a los cónyuges). Recuperando el elixir de la doctrina hitchcockiana, Fincher nos permite conocer a Nick y Amy Dunne, interpretados por Ben Affleck y Rosamund Pike, por sus decisiones en consonancia con la progresión dramática y el acervo particular de cada uno, en detrimento del cúmulo de facilismos del Hollywood actual, orientado a un entorno cuasiestático, los manotazos de ahogado y protagonistas que deambulan a ciegas.
La película analiza tres campos en simultáneo: Nick es la puerta de entrada a las disputas matrimoniales, su hermana Margo (Carrie Coon) funciona como la voz de una imagen pública que condena y/ o exonera según los vientos de la noticia convertida en mercancía, y Amy es un emblema de la burguesía intelectual venida a menos, cuya pedantería parece corresponder a la de un hipster de atributos misántropos, siempre presto al inconformismo o la acusación desmedida. Más allá de las excelentes actuaciones del elenco y un diseño de producción preciosista, nuevamente resulta destacable la banda sonora de Trent Reznor y Atticus Ross, ahora con ecos de los trabajos de Angelo Badalamenti para David Lynch.
Sin lugar a dudas el mayor mérito de Fincher vuelve a ser la sorpresa, ese giro sutil hacia una intimidad esquizoide que denuncia la complejidad por detrás del andamiaje utópico del sueño americano. Si bien el guión de Gillian Flynn, a partir de su propia novela, comienza recorriendo la senda de un film noir invertido en términos de géneros sexuales, pronto aprovecha con astucia el detalle de que Amy es la autora de una serie de libros infantiles semiautobiográficos de gran popularidad. En un solo y extraordinario movimiento, la propuesta unifica el patetismo de la vida cotidiana, las distintas capas del peligro, el retrato de las relaciones de pareja y la manipulación informativa vía clichés y mentiras digitadas…