La pasión es el catalizador
La tradición del cine en lo que atañe a las carreras automovilísticas suburbiales es más que frondosa y en su período posmoderno tiene a Bullitt (1968) de Peter Yates, Vanishing Point (1971) de Richard C. Sarafian, Carretera Asfaltada en dos Direcciones (Two-Lane Blacktop, 1971) de Monte Hellman, Contacto en Francia (The French Connection, 1971) de William Friedkin y The Driver (1978) de Walter Hill como pivotes fundamentales de las distintas vertientes de esta especie de subgénero del campo de los policiales, los thrillers y/ o de las películas de acción explícitas, con todas las letras. Lamentablemente con el tiempo el inconformismo de aquellas obras ha ido licuándose a medida que los grandes estudios hollywoodenses -a partir de las décadas del 80 y 90- decidieron volcar la producción hacia blockbusters muy aniñados, siempre propensos a privilegiar la pompa por sobre el discurso.
Así las cosas, lo que en el pasado funcionaba como un equilibrio entre un realismo sucio de índole contracultural y una bella colección de secuencias de acción sobre ruedas, de a poco fue transformándose en banalidad consumista y un montón de persecuciones delirantes en línea con las que podríamos hallar en cualquier aventura del inefable James Bond/ 007. Como suele ocurrir en estos casos, lo insoportable del asunto no es tanto la estupidez de fondo sino la tendencia a multiplicarla ad infinitum dentro de la industria, generando clones que no se diferencian en casi nada entre sí: hoy estamos ante otro de esos productos que pretenden hacerse de unos dólares en un nicho del mercado controlado por franquicias ya ampliamente finiquitadas en términos creativos como las iniciadas por Rápido y Furioso (The Fast and the Furious, 2001) y la simpática El Transportador (The Transporter, 2002).
En esta oportunidad la excusa para las secuencias desenfrenadas es un poco más naif si se quiere, hablamos del amor: Casey Stein (Nicholas Hoult) es un norteamericano que se dedica a vender drogas en los boliches de Colonia, en Alemania, hasta que conoce a su media naranja, Juliette Marne (Felicity Jones), una chica que necesita un costoso trasplante de riñón con urgencia, razón por la cual el joven acepta el encargo de su jefe Geran (Ben Kingsley) en pos de robarle un camión lleno de cocaína a Hagen Kahl (Anthony Hopkins), a su vez proveedor del anterior. Persecución al Límite (Collide, 2016) juega con la pasión como doble catalizador del relato, ya que por un lado Casey hace todo lo que hace para salvar la vida de su amada Juliette y por el otro Geran traiciona a Hagen Kahl debido al desaire de este último, quien le negó de plano la posibilidad de ser socios en partes iguales.
Si bien el film ofrece un puñado de escenas sobre asfalto más que interesantes, sostenidas especialmente en el recambio constante de autos destruidos por nuevas unidades, a decir verdad Kingsley y Hopkins están muy desperdiciados por un guión con problemas serios en las líneas de diálogo de estas dos leyendas de la actuación, quienes -se nota demasiado- no saben bien qué hacer con la pobreza/ ineficacia del material de base (los dos se la pasan profiriendo pavadas a lo largo del metraje, el primero porque su personaje es un drogón consumado y el segundo porque el suyo es un “capo mafia” supuestamente atemorizante). Hoult y Jones corren con mejor suerte y su relación se ubica más cercana al terreno del naturalismo, lo que no termina de salvar a este opus vertiginoso escrito y dirigido por Eran Creevy, un británico que por momentos cae en varias incongruencias a nivel narrativo…