Jugando con muñecas
Pascal Laugier es uno de los pocos verdaderos autores del cine de terror del nuevo milenio con un bagaje de características propias que se pueden resumir en el preciosismo formal, la visceralidad de la narración, comentarios sociales muy perspicaces y una vocación por confiar en el espectador, a quien deja la interpretación última de lo visto, ya sea en lo que atañe a determinados pasajes del relato o a gran parte del film en cuestión. Sus primeras tres películas nos brindan un fiel testimonio de ello: Saint Ange (2004) fue una interesante aunque despareja reformulación de los cuentos góticos de espectros, en la que se destacaba un desenlace prodigioso, Martyrs (2008) constituyó una de las epopeyas centrales del extremismo europeo, regalándonos una crónica tétrica sobre la depravación humana y los delirios místicos de la alta burguesía, y finalmente The Tall Man (2012) fue una propuesta brillante sobre una vieja “idea” de los fascistas, “¿qué tal si les quitamos los hijos a los pobres y se los damos a familias pudientes?”, lo que generó un thriller de misterio genial.
Hoy tenemos ante nosotros su cuarto largometraje y su segundo opus en inglés, Pesadilla en el Infierno (Ghostland, 2018), un trabajo decididamente inferior a The Tall Man pero aún atractivo y portador de un poderío retórico bastante inusual en el mainstream lavado de nuestros días, casi siempre orientado a la asepsia de los fantasmas o una corrección política que coarta el mismo núcleo del horror, un enclave volcado a molestar al público a través del inefable arte de apelar a los instintos más básicos -o crueles/ perversos- del ser humano. En esencia la película es un slasher con una fuerte impronta psicológica que nos entrega la historia de las hermanas Beth (Emilia Jones) y Vera (Taylor Hickson), dos adolescentes que junto a su madre Pauline (Mylène Farmer) se trasladan a una inhóspita casa de una tía fallecida fanática de las muñecas. La mala fortuna pronto toca a la puerta y se presenta bajo la apariencia de dos intrusos, una travesti y un retrasado mental fornido, que las atacan de manera salvaje, no obstante Pauline ofrece resistencia y termina matando a los psicópatas.
Los años pasan y Beth, que siempre admiró al gran H.P. Lovecraft y la literatura de terror, efectivamente se convierte en escritora y cosecha varios bestsellers. Una llamada telefónica de su hermana solicitando ayuda a los gritos, quien permaneció con su progenitora en la casona de los hechos, la hace regresar y así descubre que Vera habita un jaulón de madera en el sótano y que revive una y otra vez la noche del encuentro con los chiflados… aunque por supuesto no todo es lo que parece. La trama unifica la dialéctica de la flagelación corporal más brutal de las décadas del 70 y 80 con ese sustrato de tormento emocional al que el director y guionista es tan adepto y que ya había utilizado en sus films previos, un combo que le permite crispar los nervios con mano maestra, poner en acción algo de ese gore marca registrada y nuevamente jugar con las expectativas del espectador casual porque cuando los rasgos formales parecen apuntar hacia determinada comarca, el señor suele dar vuelta el asunto con el objetivo explícito de profundizar una vertiente narrativa alternativa.
Aquí en especial el realizador traza un muy interesante contrapunto entre la idiosincrasia opuesta de las dos hermanas, con Beth propensa a la pasividad y a la dependencia para con su madre y Vera mucho más enérgica y hasta en cierta medida un poco prepotente con Beth, cuyos mundos imaginarios poseen más entidad que la realidad que la circunda. Mientras que casi cualquier otra obra semejante contemporánea hubiese volcado el devenir hacia el melodrama más burdo y facilista, Laugier en cambio apuesta por un verosímil coherente y sumamente honesto, destinado a subrayar que las heridas siempre dejan marcas en la piel -o en la psiquis- que no pueden ser borradas (el trauma está trabajado desde un respeto muy sutil) y que el infantilismo en los adultos es peligroso porque tiende a la cosificación y el sadismo (se agradece el paralelo entre las muñecas de la tía y las mismas protagonistas, convertidas en juguetes con vida por el dúo de dementes, a su vez ejemplos de una sexualidad alimentada por un suplicio también insólito en el cine de nuestros días). El francés nos propone una montaña rusa maravillosa que por primera vez no incluye los comentarios sociales de antaño, ahora compensando el faltante con una exploración bien astuta en torno a los mecanismos reflejos de los seres humanos para sobrellevar situaciones límite de diversa índole que nadie quisiese atravesar pero que pueden llegar a suscitarse…