Zombies made in Haedo
Los zombies, se sabe, tienen una altísima capacidad de resistencia, incluso a los ataques humanos con armas de fuego o de cualquier otro tipo letal. Los zombies argentinos por antonomasia, los de la primera entrega de la trilogía estrenada hace 15 años, culminan su recorrido de ketchup, maquillajes exagerados al punto de lo inverosímil y lo ridículo, de harapos y formas de caminar que emulan, presuntamente, a sus hermanos haitianos.
Ansiosamente esperada por los fans de la saga creada por los “masterminds” (o cabezas pensantes, en buen porteño), Plaga Zombie: Zona mutante: Revolución tóxica, retoma en tiempo real la lucha de un grupo de héroes truchos y sus esfuerzos para repelir una invasión alienígena de zombies.
Al contrario de lo que sucede en películas sobre alienígenas, casi siempre de un enfermizo tono paranoico, Plaga Zombie probablemente sea el primer film de su tipo en tratar el tema en tono de comedia, de feroz parodia, siempre salpicado de buenos efectos gore, amputaciones y mutilaciones de todo tipo.
Respetando estrictamente el estilo y la estética de sus antecesoras (arte, dirección calidad de imagen), el final de la trilogía cierra un periplo iniciado en 1997, cuando armados de cámaras súper VHS y de rudimentarios equipos, los miembros de Farsa Producciones salieron a concretar su mundo criollo y urbano poblado de zombies.
Munidos de una admirable formación autodidacta perfeccionada a través de los años, los miembros de Farsa Producciones, incansablemente creativos y cada vez más audazmente truchos para delicia de sus seguidores de culto, salen al ruedo con la tercera y última entrega de un combate aparentemente desigual entre héroes chambones y desahuciados contra una tropa de alienígenas que aterrizan en un suburbio porteño.
Bajo el más que adecuado subtítulo de Revolución tóxica, a esta tercera Plaga Zombie se la combate con un pobre remedo de hombre-bomba (perdón, zombie-bomba) que detonará en medio de sus pares y producirá su exterminio sin siquiera mover un dedo.
El primer paso parece ser el más difícil: ubicar a un zombie lo suficientemente inocente y tonto como para tragar el anzuelo e ingerir (directamente de un bowl de comida para perros) una dosis masiva de explosivos.
Al igual que en la ficción alienígena, es aquí donde los realizadores se topan con el primer obstáculo. Este segmento de Revolución tóxica, de hecho, es el más flojo y curiosamente extenso de una historia que no necesita ser estirada como un chicle para lograr sus propósitos. Cabe preguntarse, entonces, si también los zombies deben ceder a las reglas del mercado cinematográfico y extender su duración al caprichoso estándar de aproximadamente 90 minutos.
Pero ésta es una objeción menor a un producto que combina lo mejor del cine Clase B, bizarro, gore, autogestionado (bueno, no tanto, ahora), y finalmente entretenido, lúcido, con inteligentes alusiones a los grandes referentes del cine de género y también a los grandes clásicos de films de aventuras, policiales y épicos. Las actuaciones, como siempre, impecables, especialmente el voluminoso Berta Muñiz, y los FX absolutamente delirantes.