La lacra católica de siempre
Por Gracia de Dios (Grâce à Dieu, 2018), la nueva realización de François Ozon, es una obra muy interesante que responde al estilo aguerrido e inconformista que marcó la carrera del parisino, no sólo uno de los directores y guionistas más prolíficos de Europa sino también uno de los más talentosos y de los pocos que quedan trabajando en la actualidad que pueden presumir de una verdadera variedad -y eficacia retórica- en lo referido al volumen de sus trabajos encarados desde sus primeros pasos en el séptimo arte, allá lejos en las décadas del 80 y 90. El señor echa mano de su proverbial destreza en el campo de los thrillers para inyectarle dinamismo y furia a un relato testimonial que cubre un caso real muy reciente de múltiples abusos sexuales y violaciones en el seno de la simpática Iglesia Católica, a esta altura del partido más que un culto trasnochado una secta de pedófilos que trabajan para garantizar esa enorme y eterna red de silencio que todos conocemos de sobra.
La trama en esencia nos ofrece tres testimonios correspondientes a la alta burguesía, la clase media y los estratos populares, un trío de víctimas que funcionan como ejemplos de decenas y decenas de otrora niños y hoy hombres que fueron mancillados por el Padre Bernard Preynat (Yves-Marie Bastien en la juventud, Bernard Verley en la adultez), un sacerdote de la Diócesis de Lyon que estuvo a cargo de diversos campamentos infantiles símil boy scouts a lo largo de muchos años de abulia a pesar de que se sabía puertas adentro de la institución eclesiástica de sus acciones, sobre todo debido a que el propio victimario reconocía sus crímenes abiertamente y no los negaba para nada: primero tenemos al ricachón y fanático católico Alexandre Guérin (Melvil Poupaud), luego viene el pequeño burgués ateo François Debord (Denis Ménochet) y al final llega Emmanuel Thomassin (Swann Arlaud), sin duda la pata más menesterosa y apesadumbrada del grupo en cuestión.
Guérin es el ingenuo que en un primer momento pretende que la iglesia penalice a Preynat echándolo, pero como el asunto no prospera por la obsesión con mantener en su cargo al responsable de los abusos el hombre termina presentando una denuncia judicial, Debord por su parte es interrogado por la policía y de a poco construye de la nada -junto a otro colega en el dolor, el médico Gilles Perret (Éric Caravaca)- una asociación y sitio web, La Palabra Liberada, que recopila testimonios de otros varones que sufrieron el acoso del clérigo durante los 80 y 90, y Thomassin se suma a posteriori cuando lee una noticia en un periódico vinculada al lanzamiento de la asociación y el trabajo de archivo que estaban llevando a cabo en materia de militar para que no queden impunes los hechos que afectaron la vida de tantos hombres y de maneras muy distintas. Ozon evita los típicos estereotipos, sobreexplicaciones y/ o introducciones larguísimas del mainstream yanqui cuando se propone encarar faenas semejantes y va directo a los bifes tejiendo el entramado solidario y en pos de justicia de los protagonistas, lo que además implica que la misión del colectivo de víctimas también abarca el denunciar el mutismo de las jerarquías católicas empezando por el Cardenal Philippe Barbarin (Bernard Verley), máxima autoridad religiosa en Lyon, y su asistente personal Régine Maire (Martine Erhel), y terminando con el Papa en el Vaticano.
El cineasta no se priva tampoco de incluir en el análisis a la más que visible complacencia silente de las familias de las víctimas -padres y hermanos, sobre todo- en franca oposición a lo que ocurre con los clanes que los afectados han sabido edificar por cuenta propia, con esposa e hijos donde prima la comunicación en vez del histeriqueo culposo, cómplice o pusilánime de los mayores, tanto hombres como mujeres. Otro elemento muy atractivo del film es que decide acompañar al trío hasta el final en serio, porque justo en este caso la condena contra el avejentado pedófilo estaba cantada desde el minuto uno y lo que sí generaba dudas era el futuro de la organización, La Palabra Liberada, en esta oportunidad tomada como caso testigo de muchas ONGs cuya existencia se tambalea cuando se alcanza el objetivo a corto plazo y determinados miembros abandonan el barco por una falta de perspectiva -o por cansancio o conveniencia hogareña- que les impide ver la necesidad de seguir militando por causas asociadas; aquí indefectiblemente la suba del límite legal para la proscripción de los acontecimientos, de los actuales 20 años a por lo menos 30, lo que desde ya permitiría que se juzguen a los responsables por un mayor número de episodios individuales. La propuesta de Ozon es un trabajo valiente y directo que se carga a la lacra católica de siempre y su execrable tendencia a proteger a los perversos intra institución…