Sobre la catatonia cinematográfica
Frente a propuestas tan deficitarias y soporíferas como la que nos ocupa, uno como espectador termina dudando de la buena fe de los responsables del film y poniendo en tela de juicio su sentido común artístico, ese que debería torcer el rumbo ante tantos errores…
Así como el horror constituye el género por antonomasia en el que se dificulta diferenciar al mainstream del indie liso y llano porque de por sí el rubro no necesita de presupuestos abultados ni estrellas de renombre, los directores especializados suelen mantener un cierto nivel cualitativo muy parejo, ya sea para lo positivo o lo negativo, algo bastante infrecuente en el ámbito del séptimo arte si lo comparamos con las generosas variaciones de la escala habitual de otros colegas con un rango de trabajos más heterogéneo. Dicho de otro modo, mientras que los amigos de los sustos suelen ser unos artesanos eficientes, el resto de los realizadores varían su popurrí de éxitos y fracasos según cómo soplen los vientos del género de turno y cuántos apellidos y dólares dispongan para la producción. De hecho, hoy estamos ante un opus de terror encarado por uno de esos “turistas” de la facción contraria.
Los problemas que acumula Presencia Siniestra (Shut In, 2016) abarcan una gama de colores francamente sorprendente: el film hace casi todo mal, muy mal, y para colmo logra desperdiciar un elenco excelente que podría haber levantado “un poco” el devenir dramático, porque a decir verdad los inconvenientes están enraizados en lo más profundo de la propuesta, léase la paupérrima labor del director Farren Blackburn -un asalariado con mucha experiencia televisiva y la lamentable Hammer of the Gods (2013) a cuestas- y de la guionista Christina Hodson, aquí entregando su primer trabajo industrial. La primera parte toma prestadas las premisas básicas del J-Horror de la década pasada, esas vinculadas a los fantasmas y los jump scares cronometrados que impuso Hollywood a falta de nuevas ideas, y la segunda mitad reproduce cual carbónico el eje de El Resplandor (The Shining, 1980).
En esta oportunidad la fatalidad en cuestión viene por el lado de un prólogo en el que un matrimonio, compuesto por Richard (Peter Outerbridge) y la psicóloga Mary Portman (Naomi Watts), decide enviar a su problemático hijo Stephen (Charlie Heaton) a un internado especial. En el camino al colegio un accidente automovilístico mata al hombre y deja al joven en un estado catatónico, quien de inmediato pasa a depender de una decaída Mary, su madrastra. Al mismo tiempo tenemos la historia de Tom (Jacob Tremblay), uno de los pacientes del personaje de Watts, un niño prácticamente mudo que primero lo apartan de su cuidado por otra de las tantas arbitrariedades de la trama, luego escapa para regresar con Mary y finalmente desaparece sin dejar rastros. Ella a su vez se hace tratar con un psiquiatra, el Doctor Wilson (Oliver Platt), por su sentimiento de culpa y sus pesadillas.
Más allá de los enormes agujeros que va dejando el relato y de la ausencia de aunque sea un ápice de originalidad, la película es aburrida y demasiado torpe, incapaz de construir un verosímil que despierte algo de simpatía para con una serie de personajes extremadamente esquemáticos y unidimensionales. En este sentido, el ejemplo excluyente de ello se resume en el tratamiento que padece Tremblay, un actor glorioso que descolló en La Habitación (Room, 2015) y Somnia: Antes de Despertar (Before I Wake, 2016) y aquí está relegado al mutismo y a ser el “nene en peligro” que debe rescatar Watts. Como ya lo demostraron varios films de los últimos meses, el bus effect está lejos de estar “finiquitado” en términos retóricos dentro del terror, aunque debe ir acompañado de algún tipo de desarrollo porque caso contrario nos seguiremos topando con despropósitos desganados como el presente…