Princesita

Crítica de Marcos Ojea - Funcinema

EL PARAÍSO PODRIDO

Atención: esta crítica contiene spoilers.

Una secta en el sur de Chile. Tamara tiene 11 años, y fue elegida por Miguel, el líder de su comunidad, para concebir a su sucesor: un niño divino, un hombre santo, nacido de la pureza de Tamara y de la sabiduría de Miguel. Ella, de todas las mujeres, fue elegida por El. Y eso la llena de incertidumbre, pero también le da una misión. Al fin y al cabo, Miguel es quien guía las vidas de todos los que viven en ese paraíso rural; el que tiene las respuestas, el que los cuida, el que les dicta cómo vestirse para estar a la altura de la belleza que los rodea. Sin darse cuenta, Tamara construye su identidad a partir de lo que Miguel representa, y de lo que él quiere para ella. Su cuerpo y su vida no le pertenecen, si no que pertenecen a un propósito mayor.

A partir de esta premisa, Marialy Rivas vuelve a indagar sobre algunas de las inquietudes que ya estaban presentes en su ópera prima (ese pequeño clásico de culto que es Joven y alocada), pero tomando una distancia formal y de tono con respecto a aquella película. Si en Joven y alocada el despertar sexual de una joven dentro de una familia evangélica era retratado con un ritmo veloz y urbano, con liviandad y humor, pero sin pudor y sin renunciar a las emociones fuertes, en Princesita el tono es reposado, y la película se despliega como si se tratara de un cuento de hadas. La directora vuelve a cuestionar el lugar de la religión y de los cultos en el tránsito que va de la niñez a la adolescencia (y a la adultez, en el caso de su primera película), pero su interés principal está puesto en observar cómo la identidad femenina se construye a partir de los dictámenes y deseos del patriarcado. En Joven y alocada, la presencia de este tema era sutil; acá es explícito, e incluso va más a fondo, porque la cuestión del abuso (sexual, y de lo patriarcal sobre lo femenino, en palabras de la propia Rivas) atraviesa todo el relato.

En un terreno que sin dudas es difícil y resbaladizo, fértil para la polémica, la directora elige avanzar sin subrayados ni regodeos; confía más en acompañar a su protagonista (la excelente Sara Caballero) en el descubrimiento de lo que esconde su normalidad. Si bien se impone una distancia inevitable con lo que vemos de la vida dentro de la secta, Rivas la muestra sin anteponer el horror, retratando a los jóvenes en sus actividades diarias con un registro que tiene más de Capitán Fantástico que de, digamos, Midsommar. Cuando Miguel (un notable Marcelo Alonso) revela sus intenciones con Tamara, comenzamos a ser testigos de la lenta desintegración del paraíso. La niña aún no sabe que corre peligro, pero intuye que algo no está bien. Es a través de la escuela, del interés por un compañero de curso, y de la intervención de una profesora, que Tamara encuentra el contraste necesario con su propia realidad, para empezar a comprender la situación.

Marialy Rivas es una realizadora que no evita los riesgos, y es evidente que en Princesita los riesgos están presentes. Algunos problemas formales relacionados con el exceso (tanto de la voz en off como de la cámara lenta) pueden molestar, pero el balance brinda la posibilidad de dejarlos de lado. El problema mayor, el riesgo principal, aparece al final: cuando la violación sucede, Rivas enfrenta un reto problemático desde lo técnico, pero también desde lo moral y políticamente correcto. La resolución es efectiva, una escena elaborada como un sueño, donde el espanto evade lo morboso para construirse desde lo que apenas se puede ver. Y ese vaivén entre lo que se muestra y lo que no, resulta aún más desgarrador. Cuando vemos a Tamara tendida sobre esa especie de altar, con el neón de fondo y los cuerpos desnudos de sus agresores desparramados por el lugar, el horror está instalado, y lo que queda es dar un cierre. Ahí Rivas da un paso en falso, se deja ganar por una solución que tiene tanto de pereza como de intencionalidad ideológica. Las llamas, seguidas del momento más innecesario de la voz en off, dan cuenta de un trazo grueso que hasta entonces se había evitado, y hasta de una traición, porque la directora privilegia las palabras por sobre el plano. Y sin lograr derribarla, ese final amenaza con ubicar a la película en un lugar facilista, devorado por un espíritu de época.