Héroe bueno, héroe malo
La carrera del taiwanés Ang Lee es una de las más extrañas y heterogéneas del séptimo arte contemporáneo: luego de hacerse conocido en el ámbito de los festivales internacionales con su atractiva trilogía inicial de comedias dramáticas, Pushing Hands (Tui shou, 1991), El Banquete de Boda (Xi yan, 1993) y Comer, Beber, Amar (Yin shi nan nu, 1994), el señor pegó el salto a la industria anglosajona con la melosa Sensatez y Sentimientos (Sense and Sensibility, 1995), a la que le siguieron un par de trabajos potables en inglés, La Tormenta de Hielo (The Ice Storm, 1997) y Cabalgando con el Diablo (Ride with the Devil, 1999), un neoclásico de las artes marciales, El Tigre y el Dragón (Wo hu cang long, 2000), y una de las más interesantes adaptaciones de cómics, Hulk (2003), injustamente ninguneada en su momento por los mismos idiotas que celebran las bazofias actuales de Marvel y aledaños.
Es el período más reciente de su trayectoria el que ha volcado del todo las aguas hacia el terreno del desnivel cualitativo pronunciado porque el realizador ha sabido entregar desde obras muy elogiables como Secreto en la Montaña (Brokeback Mountain, 2005), Crimen y Lujuria (Se jie, 2007) y Una Aventura Extraordinaria (Life of Pi, 2012) hasta productos bastante fallidos en sintonía con Bienvenido a Woodstock (Taking Woodstock, 2009), Billy Lynn’s Long Halftime Walk (2016) y la película que nos ocupa, Proyecto Géminis (Gemini Man, 2019), sin duda su peor opus a la fecha, un trabajo que parece una remake conjunta e hiper mediocre de Contracara (Face/ Off, 1997), de John Woo, y Looper (2012), de Rian Johnson, aunque sin la imaginación y el desparpajo de ambas y con una triste nostalgia de impronta inoperante que no logra articular un espectáculo fastuoso y bello como quisiera.
El film trata de imitar las primeras películas de “acción tecnológica” de las décadas del 80 y 90, esas que introducían un elemento de ciencia ficción dentro del esquema estándar de las persecuciones, los disparos y las explosiones, sin embargo derrapa miserablemente debido al desastroso guión de David Benioff, Billy Ray y Darren Lemke, el cual sufrió mil reescrituras a lo largo de las dos décadas de desarrollo general del proyecto, y debido a una presentación visual burda que reduce las escenas de acción al sustrato de los videojuegos aunque sin la algarabía mortífera de -por ejemplo- la simpática Hardcore Henry (2015), dejándonos con una constante presencia de CGIs no del todo pulidos -y encima en cámara rápida- durante las supuestas secuencias vertiginosas, momentos que ameritaban practical effects símil vieja escuela ya que las balaceras y peleas varias ofrecidas son bien terrenales.
Esta sensación de un artificio digital macro forzado también se siente a escala del mismo núcleo de la trama, la cual nos entrega a un sicario cincuentón interpretado por Will Smith que desea retirarse y debe enfrentar a una versión más joven de sí mismo, por supuesto también compuesta por Smith: cuando están en pantalla ambos sujetos saltan a la vista las falencias en el diseño de los CGIs rejuvenecedores, algo que atenta contra el verosímil de una historia repleta de clichés quemados, diálogos de manual y giros narrativos que se ven venir a kilómetros de distancia, todos vinculados a la conspiración gubernamental de turno y la necesidad de construir supersoldados para la maquinaría imperial yanqui. La secuaz/ asistente/ interés romántico de Mary Elizabeth Winstead y el villano de Clive Owen están muy desperdiciados, sobre todo este último porque la brújula moral de la realización intenta alcanzar un gris entre los extremos del héroe bueno y el héroe malo -al fin y al cabo ambos personajes responden al anodino y pueril Smith, un actor ultra inofensivo- no obstante jamás escapa del todo del maniqueísmo prototípico del enclave hollywoodense y así la faena en su conjunto termina embarrando la carrera de un Lee que parece incapaz de volver a desplegar aquella frondosa creatividad visual que compensaba los baches de sus obras…