Carta de un amigo para Federico Fellini
Ni propiamente un documental ni mucho menos una biopic ni tampoco un film-homenaje teñido de nostalgias y de solemnidad, sino algo más personal, más íntimo y entrañable. Como lo dice el subtítulo, es Scola que cuenta a Fellini en esta mezcla que ofrece, al mismo tiempo, un álbum de imágenes y memorias, combinado con valiosísimo material de archivo y escenas escritas (o reconstruidas en Cinecittà) de los tiempos juveniles en que uno y otro con unos cuantos años de diferencia se entregaron a la pasión común del dibujo en el periódico satírico Marc'Aurelio, o más tarde, cuando ya el genio empezaba a mostrarse en la redacción de guiones o en la realización de sus primeros films. En fin, pinceladas y recuerdos personales de situaciones compartidas durante la larga relación que los unió, aunque no fueron íntimos porque eran demasiado distintos, pero sí compinches de recorridas en auto por las noches romanas, muchas veces con Ruggero Maccari u otros amigos y colegas, entre los que por supuesto abundaron varios que serían guionistas o cineastas descollantes.
Tras una introducción visualmente bella aunque no demasiado imaginativa, y por intermedio de un amable narrador Vittorio Viviani, Scola dedica una larga primera parte a contar la llegada del jovencito de Rímini a Roma, sus primeras experiencias en la revista, su paulatina vinculación con la gente del cine y el posterior arribo de Scola en el momento en que la publicación, liberada de la opresión fascista y de su mordaza, emprende una segunda etapa.
No hay un vínculo inmediato, pero sí va produciéndose cierto acercamiento. A este sector que retrata el vínculo creciente entre los dos pertenecen algunos de los momentos más brillantes de la película: el encuentro con una sonriente prostituta (Antonella Attili, inolvidable), que bien podría haber sido personaje de Federico; el momento en que Scola le anticipa al maestro el tema de Nos habíamos amado tanto e intenta convencerlo de representarse a sí mismo durante el rodaje de La dolce vita, lo que por fin -como se sabe lograría, o la irrupción de la madre de Mastroianni, que viene a reprocharle a Scola que muestre tan feo a su hijo, todo lo contrario de lo que sucede cuando quien lo filma es Fellini.
Es el nexo para recordar que Casanova fue el personaje para el que Fellini no lo consideró, pero sí lo hizo Scola en La noche de Varennes, y para que se vea la encantadora escena de ese film que el Casanova de Marcello comparte con Jean-Claude Brialy, y gracias a un archivo de la televisión, los otros Casanovas formidables que para Fellini habían ensayado Sordi, Tognazzi y Gassman.
La película ha crecido tanto en ese tramo próximo al final que era indispensable un remate de tanto vuelo poético como el que concibe la fantasía de Scola sobre el funeral de Fellini para darle cierre y para ascender a su genialidad única, maravillosamente sintetizada en un embriagador montaje de imágenes con su sello inconfundible.
Qué extraño llamarse Federico (texto tomado de unas líneas de García Lorca que se incluyen en el comienzo) es como una carta al amigo que sigue merodeando por todos los rincones de Cinecittà. Una carta entrañable, generosa en ilustraciones con el trazo admirable de Ettore Scola. Entre ellos, se comprende, los dibujos no podían faltar.