Woody Allen nos acompañó -aunque sea con altibajos- a muchos que supimos seguir a sus películas, que se convirtieron en interlocutoras ideales de un mundo reconocible, estable y hasta familiar. Eso ocurrió por lo menos desde 1977 y hasta 1998 con Annie Hall como inauguradora de un patrón autoral reconocible durante dos décadas. El corte es y no es arbitrario: Annie Hall inaugura un artificio imposible, un imaginario inexistente, pero confortable. Es poco feliz o perezoso hacer un inventario de ese imaginario, pero -nos guste o no- es una marca reconocible donde el existencialismo es el eje que organiza la ética del universo Allen. Con Los secretos de Harry ese imaginario pareció estallar por los aires, cerrándose sobre el propio mundo: todo lo que supo ser encantador ahí se convertía en material corrosivo y celebración narcisista, por lo que la sensación era de despedida, de testamento: no more Mr. nice guy.
Desde Celebrity en adelante, la filmografía de Allen no sólo se volvió reiterativa (Ladrones de medio pelo, La maldición del escorpión de Jade, La mirada de los otros, Scoop) y/o solemne (de Match Point a El sueño de Cassandra) sino que pareció abandonar cualquier tipo de reflexión sobre la propia obra, ya que la originalidad no sería el elemento que fuera a primar.
Pues bien: Que "la cosa" funcione no es original, no es nueva, es teatral, es impostada, está repleta de personajes estereotipados, pero, sorprendentemente, el artificio vuelve a funcionar placenteramente como no lo hacía desde hacía más de una década, quizás en parte porque lo anacrónico de su ejercicio se deba a que el guión es de 1978 y apenas fue retocado en el presente.
Pero… ¿por qué funciona la cosa? Porque aunque todo lo que sucede en ella está visto, Allen vuelve, a lo más interesante de Annie Hall, de Manhattan, de Broadway Danny Rose, de Hannah y sus hermanas y de Crímenes y pecados: misoginia, azar, existencialismo, placeres cotidianos como salvación, el matrimonio como mentira, la conciencia de la propia obra y el lugar ocupado como artista como el último refugio. Allen lo hace con crueldad, con sarcasmo y narcisismo. Muestra un mundo cerrado y muerto, por eso la película, si bien es una visita a un greatest hits museificado, no deja de ser disfrutable: el ejercicio de su anacronía nostálgica dice mucho más sobre la obra del director y la idea (presente) del lugar de sus películas que muchas otras incursiones y aggiornamientos para el nuevo público que lo descubrió desde Match Point.
Uno puede discutir una y mil veces con las bajadas de línea de Allen, puede darse cuenta de que sus personajes son marionetas, puede resultarle un ejercicio autoindulgente, lo que es innegable aquí es la identidad, ese lugar seguro al que se va a morir cuando todo se desvanece en el aire.