Insípida historia de amor
El riesgo de las historias románticas suele estar en el exceso de azúcar. Tal vez lo que sucedió con Querido John es que Lasse Hallstrom tomó demasiadas precauciones y por no caer en el empalago se fue al otro extremo: la insipidez. Nada más contraindicado para una historia romántica que quiere ser enternecedora y, si es posible, lacrimógena. Si se suma esta fragilidad al ritmo letárgico, casi mortecino, que el director de Chocolate impone a la acción, no puede esperarse del film otro efecto que el tedio. Salvo que se considere que hay suficiente atractivo en la presencia del atlético Channing Tatum (entre cuyos antecedentes más notables figura haber sido modelo de Armani, Pepsi y Dolce & Gabbana) o en la mirada celeste y conmovida de Amanda Seyfried ( Mamma mia , Diabólica tentación ).
La rosada novela de Nicholas Sparks (que suele ser un best seller infalible entre las norteamericanas adictas a la lectura pañuelo en mano) los hace encontrar en una playa de Carolina del Sur: ella deja caer su bolso desde un muelle y él, surfista experto, abandona la tabla y se zambulle en busca del trofeo. Total: se enamoran. Pero el problema reside en que a John le quedan pocos días de licencia antes de volver a su base militar en Alemania y a ella el veranito se le está acabando: la espera la universidad.
Apatía
Lo que viene después puede imaginarse: el adiós forzoso, el intercambio de cartas, los problemas que por separado acechan a los tórtolos y alguna otra circunstancia (incluida la caída de las Tores Gemelas) que interferirá en el romance y prolongará el suspenso en torno de un presumible reencuentro. Tanto como para hacer sufrir a los corazones sensibles y para alcanzar el objetivo buscado: la lágrima.
Claro que para eso harían falta personajes que comprometieran el ánimo del espectador, o al menos actores con alguna química. Y sobre todo un director menos apático que Lasse Hallstrom.
Es llamativa la falta de brío con que el realizador de Chocolate expone esta historia de amor pasteurizada, insípida y superpoblada de lugares comunes. A él más que a la parejita protagónica -que no está para el Oscar pero es al menos fotogénica- se debe el doble efecto que genera el film: primero exaspera, después resulta soporífero.