La destilación pusilánime
La falta de imaginación es uno de los problemas centrales del mainstream reciente volcado al entretenimiento pomposo, y productos deslucidos como Rampage: Devastación (Rampage, 2018) no hacen más que confirmarlo minuto a minuto. Lo insólito del caso es que no era necesario romperse la cabeza ideando una “gran excusa” para construir una adaptación del viejo y querido Rampage, un arcade aparecido por primera vez en 1986 que se reducía a controlar a monstruos hercúleos que destrozaban una ciudad de rascacielos y se la pasaban matando a los seres humanos que se cruzaban en su camino, todo por supuesto para avanzar en el videojuego. En vez de ir al meollo del asunto inmediatamente, aquí de nuevo debemos soportar un desarrollo lerdo, personajes unidimensionales y diálogos bobos hasta llegar a una última secuencia en la que por fin reaparecen aquellos gigantes de antaño.
Y para colmo de males, a lo anterior se suma el típico posicionamiento de una estrella que nadie pidió y que empantana aún más lo que debería haber sido un producto ameno de la cultura chatarra basado en refriegas monumentales sin destilación pusilánime de por medio: pareciera que la industria cinematográfica estadounidense olvidó en buena medida cómo redondear propuestas eficaces y vigorosas, en esencia debido a su apego por la corrección política, el público descerebrado familiero, los chistecitos simplones y una tanda de CGI que no agrega ni un ápice a lo ya hecho en un montón de películas similares de las últimas décadas. En esta oportunidad nos tenemos que fumar a Dwayne “The Rock” Johnson como el actor incrustado de turno, una figura que -hay que reconocerlo- viene actuando cada vez mejor aunque por sí sola lamentablemente no sostiene ninguna obra más o menos potable.
Así las cosas, y retomando lo que decíamos con anterioridad, recién en el desenlace nos reencontramos en todo su esplendor con los recordados George, un gorila símil King Kong, Ralph, un hombre lobo recargado, y Lizzie, un reptil en sintonía con Godzilla, quienes ahora -desde ya, tratándose de estos tiempos higiénicos e inofensivos a nivel de la cultura de masas- son los malos sólo porque se divierten demoliendo la ciudad de Chicago. Todo se desencadena cuando un gorila, un lobo y un cocodrilo toman contacto con un “coso” de destrucción masiva que les modifica el ADN y los convierte en engendros del demonio. Johnson por su parte compone a un primatólogo que cuida de un George albino y pretende garantizar su vida a pesar del acecho de los milicos yanquis a partir del momento en que aumenta de tamaño, se vuelve irascible y escapa de la triste reserva natural en la que vive.
Este opus del anodino Brad Peyton trata de ser eco friendly y hasta designa como culpable de las mutaciones a una compañía horrenda llamada Energyne, adepta a los mercenarios y a barrer debajo de la alfombra cuantos cadáveres sean necesarios, no obstante cae en el militarismo chauvinista de siempre, en muchas escenas rutinarias que no llevan a ninguna geografía retórica valiosa y en un sustrato de lo más ridículo que pretende ser “realista” y al mismo tiempo nos enchufa personajes indestructibles en medio de la devastación del título. El film no es un mamarracho sin embargo el videojuego original reclamaba una traslación mucho más alocada y no tan conservadora. Mención aparte merece la hilarante -y fuera de lugar- presencia de Jeffrey Dean Morgan como un agente del gobierno, un señor que sigue actuando con todos los tics que desarrolló personificando a Negan en The Walking Dead…