Al igual que con el fútbol, Islandia anda muy bien para el cine. Las razones por las que una isla perdida en el océano Atlántico de poco más de 300 mil habitantes pueda contener tanto talento es algo llamativo y digno de análisis. Como sea, esta película1 es un buen exponente de la calidad cinematográfica que viene desplegando el país año tras año, por lo menos desde hace una década. Gummi y Kiddi son dos veteranos solteros y ermitaños que viven en casas contiguas en un remoto pueblo rural, en el valle nevado de Bardardalur. Son además hermanos, pero a pesar de que comparten territorio y afición, desde hace décadas que están peleados y no se dirigen la palabra. Su vida gira en torno al pastoreo y a sus respectivos carneros, premiados en varias ocasiones como los mejores del país por su ancestral linaje. No es para menos, son cuidados con cariño y esmerada devoción por ambos protagonistas, quienes a su vez compiten entre ellos para ver cuál se lleva los galardones del último año. El drama se impone cuando sus rebaños contraen la tembladera o scrapie, una enfermedad mortal y neurodegenerativa ligada estrechamente con el mal de la vaca loca, lo que para las autoridades locales supone la necesidad de sacrificar los carneros de inmediato para impedir que se propague. Pero para ambos hermanos sus animales son la vida, y así ambos considerarán dejar de lado las viejas desavenencias, defender su patrimonio e intentar engañar de algún modo a su enemigo en común.
Curiosamente, la enfermedad de los carneros se origina con la llegada a la isla del ganado británico, algo que parece ironizar sobre los problemas que aquejaron recientemente a Islandia, cuando sufrió el crack económico en 2008, al que siguieron presiones económicas asfixiantes por parte de la vecina potencia, uno de sus principales acreedores. Más allá de la referencia política, la película puede ser vista, en su sencillez y minimalismo, como una notable fábula dotada de un muy buen uso del humor. El director y guionista Grímur Hákonarson explota la extravagancia de los personajes y la excentricidad de ciertos usos, desde su intercambio epistolar mediante un perro, hasta el salvataje de un hermano al otro, excavadora mediante.
La imagen es sobresaliente, el director de fotografía es aquí el noruego Sturla Brandth Grøvlen, una de las revelaciones de Europa en el rubro, también responsable del extraterrenal desempeño de cámara en la alemana Victoria. Esto provee a la historia de una notable y refinada estilización, en la que se aprovecha al máximo la luz natural en los vastos parajes nevados. Se da en la tecla para aportar una superficie seductora a una historia pequeña, con las justas dosis de exotismo; fórmula ideal para caer bien tanto a los festivales internacionales como al público en general. Más allá de eso, Rams es una película emotiva que, como es común al cine islandés, plantea un universo diferente, con originalidad, calidez y una aproximación que trasmite una constante sensación de libertad.