La traición como excusa
Cuesta creer que todavía sigamos hablando de la serie de películas protagonizadas por Vin Diesel y compañía, una saga que nunca fue la gran cosa y que viene entregando el mismo producto simplón y de derecha una y otra vez, sin ninguna novedad a la vista…
Desde hace tiempo la franquicia que comenzó con Rápido y Furioso (The Fast and the Furious, 2001) se ha transformado en una cruza entre las hipérboles de espionaje a la James Bond/ 007, la tradición cinematográfica de las carreras de autos y toda aquella súper acción de las décadas de los 80 y 90, aunque ahora encuadrada en las cinco lamentables características del Hollywood mainstream de nuestros días: tono político higiénico, humor infantil/ adolescente, violencia sin consecuencias visibles, sexualidad real inexistente y constante pompa visual tracción a CGI símil plástico. Más allá del ideario estupidizante detrás de todos estos productos (un esquema que por supuesto incluye a los superhéroes, las aventuras iniciáticas y el resto de bodriazos que se condicen con la lógica de las remakes y secuelas eternas), lo que realmente mató a la saga en cuestión es la repetición ad infinitum.
En el camino poco y nada quedó de la convulsión y la garra suburbana de Bullitt (1968), Vanishing Point (1971), Carretera Asfaltada en dos Direcciones (Two-Lane Blacktop, 1971), Contacto en Francia (The French Connection, 1971) y The Driver (1978)… y mejor ni hablar del trasfondo contracultural de dichos opus. Luego de décadas de destilar el discurso, lo único que subsiste son secuencias de acción prolijas e hiper exageradas que se corresponden más con el devenir de los videojuegos, la publicidad y los videoclips que con el séptimo arte. Rápidos y Furiosos 8 (The Fate of the Furious, 2017) reproduce la fórmula del “delirio pistero y global” que ya había cansado unos eslabones antes, curiosamente en el mismo momento en que los ideólogos terminaron de definir los ingredientes del combo y dejaron en el pasado las exploraciones algo erráticas de los primeros films de la franquicia.
La excusa para la colección de escenas rimbombantes de turno llega por el lado de la traición, en esta oportunidad con Dominic Toretto (Vin Diesel) abandonando su equipo en favor de Cipher (Charlize Theron), una hacker/ terrorista que corrompe al susodicho para que robe un poderoso dispositivo de pulso electromagnético como primer paso dentro de un plan muy ambicioso que involucra armas nucleares. El director F. Gary Gray, quien viene de entregar la excelente Straight Outta Compton (2015), toma la posta de James Wan y mantiene un nivel general correcto, por lo menos en lo que a él le compete: debido a que la obra obedece de manera fundamentalista a una marca registrada ya ampliamente agotada, tampoco se le puede reprochar mucho a Chris Morgan, el guionista histórico de la saga, porque los que “secaron” el pozo creativo fueron los productores, con Diesel a la cabeza.
Si bien todas la entradas tienen por lo menos un par de secuencias de lo más llamativas, en este caso las que transcurren en Nueva York y Rusia, lo cierto es que a esta altura del partido resultan aburridos los personajes caricaturescos, las one-liners seudo graciosas, los giros dignos del novelón de la tarde, los cameos de secundarios de antaño y ese machismo violento, chauvinista y paradójicamente “amigable con todas las razas y géneros”. La experiencia en su conjunto es tan inerte, tan olvidable y tan lava-cerebros hacia el campo del entretenimiento más vacuo que termina poniendo de relieve la falta de un verdadero espíritu crítico en gran parte del público y la prensa, dos estratos de la industria cultural que se la pasan convalidando mamotretos de derecha como el presente, en el que los autos de lujo, una parodia del honor y hasta la fantochada religiosa se unifican a puro desvarío…