Refritos en Kumandra
Si la pensamos en términos de los tanques lanzados recientemente por la factoría Disney, definitivamente la mejor forma de juzgarla, Raya y el Último Dragón (Raya and the Last Dragon, 2021) se ubica en una región algo intermedia -empardada a la mediocridad, por supuesto, como el 99% del cine de nuestros días- entre el desastre mayúsculo que fue Mulán (2020), remake en live action de Niki Caro de la faena homónima original animada de 1998 de Tony Bancroft y Barry Cook, y la excelencia hoy prácticamente inalcanzable de la prodigiosa Soul (2020), convite de Pete Docter y Kemp Powers que además por suerte venía santificado por el sello del mejor Pixar Animation Studios, aquel de las historias inéditas, inteligentes y humanistas previas a la fagocitación de la compañía por parte de, precisamente, una Walt Disney Pictures que tiende a la uniformización, la vampirización cultural sin freno y la lógica de las secuelas y reinterpretaciones infinitas. Sin llegar a ser buena pero tampoco cayendo en el abismo del bodrio insoportable, el opus colectivo de Don Hall, Carlos López Estrada, Paul Briggs y John Ripa resulta mayormente entretenido y ofrece un mensaje de unidad en detrimento de las diferencias y peleas de siempre de los bípedos, aunque también recurriendo a sobreexplicaciones, atajos narrativos, una actitud posmoderna canchera/ soberbia que aburre, chistes medio bobos que se sienten fuera de lugar y una corrección política tácita tan lavada y publicitaria como mentirosa e indolente.
La película en sí, como buena parte de los productos del mainstream del nuevo milenio, no tiene ni un gramo de originalidad porque toma la forma de una coctelera que regurgita sin mayor imaginación elementos ya masticados y digeridos hasta el hartazgo en el pasado no muy lejano, pensemos para el caso en un cristal/ gema sagrada en sintonía con aquella de El Cristal Encantado (The Dark Crystal, 1982), de Jim Henson y Frank Oz, un relato con un dragón volador buena onda y una serie de submisiones a cumplimentar símil La Historia sin Fin (Die Unendliche Geschichte, 1984), de Wolfgang Petersen, y por supuesto una huerfanita como protagonista que no escapa a la extensa tradición de la Disney en el rubro de los clanes sufrientes, esa que una y otra vez nos deja con padres muertos y que va desde Bambi (1942) hasta El Rey León (The Lion King, 1994), inspirada ésta en Hamlet (1603), de William Shakespeare. Tampoco podemos dejar pasar el hecho de que la propuesta que nos ocupa responde al ABC de ese marketing planetario para oligofrénicos de hoy en día que pretende satisfacer a todos los públicos posibles incluyendo en un mismo movimiento a una adalid adolescente, femenina, hermosa a lo modelo de alta costura y de ascendencia asiática disimulada que habita en un reino mágico llamado Kumandra que hace las veces del jugoso mercado de China, desde ya con una colección de habilidades que responden tanto al wuxia vernáculo como al chanbara o cine de samuráis de esos vecinos japoneses.
Raya (Kelly Marie Tran) es la hija del jefe de la tribu Corazón y representante más joven de un linaje consagrado en cuerpo y alma a proteger la denominada Gema del Dragón, una esfera resplandeciente símil piedra preciosa que condensa todo el poder de la otrora vital y exuberante raza de criaturas fantásticas del título que garantizaban el agua, la lluvia y la paz en Kumandra, hoy casi extinta debido al ataque repentino hace cinco siglos de unos seres gaseosos llamados druuns que convierten a sus presas en piedra, entes que eventualmente desaparecieron gracias a una familia de dragones que se sacrificaron para salvar al mundo. La gema en cuestión es objeto de disputas entre las tribus Cola, Garra, Columna, Colmillo y Corazón, situación que provoca que los imbéciles de los seres humanos luchen entre sí, rompan la esfera y se lleven cada uno un trozo mientras los druuns regresan desde el ignoto más allá. La culpable de la debacle es Raya, quien se deja engañar por la pérfida Namaari (Gemma Chan), perteneciente a Colmillo, y desencadena que su padre Benja (Daniel Dae Kim) mute en estatua de piedra, por ello se pasa seis años buscando un lugar donde invocar al último dragón con vida, Sisudatu (Nora Lum alias Awkwafina), para que la ayude a derrotar a los druuns y unir a las tribus de Kumandra, misión que implica recolectar uno a uno los trozos de la Gema del Dragón a pesar de la evidente resistencia inicial que imponen los esbirros, diletantes y líderes de las castas en lucha por el poder máximo de toda la zona.
La elementalidad absoluta del guión de Qui Nguyen y Adele Lim, como decíamos con anterioridad, respeta un esquema de viaje con paradas intermedias obligatorias -una por cada subreino en posesión de una parte de esa esfera mágica que engloba la hegemonía- que se parecen más a los niveles o retos de un videojuego que a lo que podrían ser objetivos de una epopeya bélica de antaño, requisitos a reunir para llevar adelante un atraco a lo caper movie o hasta pequeñas distracciones del camino dentro de un relato de aventuras, por supuesto incluso obedeciendo a un tipo específico de animación en la que la caricatura o el grotesco está casi ausente y sólo predomina un embellecimiento compulsivo de todo vía colores pasteles y una perfección impostada cual botella de plástico o maniquí que pasa a complementarse con muchos niños, animales y adultos infantilizados en roles secundarios que achatan al film en términos de complejidad y sorpresas. A decir verdad a Raya y el Último Dragón hay que concederle que por lo menos ofrece tres versiones distintas de la feminidad en vez de entregar las simplificaciones de siempre de Disney en lo que atañe a varones boludones aunque con vocación de héroes y hembras que la van de princesas edulcoradas e histéricas, panorama que deriva en una Raya pragmática, una Namaari ultra arpía traicionera y una Sisudatu idealista y bienintencionada volcada a los roles de comic relief y sabia que señala el camino de reconciliación entre todos los idiotas de las tribus. La animación y las secuencias de acción son espectaculares e hiper realistas pero sinceramente se extrañan los diseños analógicos y más humildes y sinceros de otras épocas y las tramas que dependían más de la destreza visual de los creadores que de una multitud de diálogos redundantes que les explican y les reexplican a los retrasados mentales de la platea cada pelotudez que ocurre en pantalla, no vaya a ser que entre sus ojitos bizcos, el hilo de baba de medio metro colgando de la boca y los aplausos con el dorso de la mano no entiendan algo. Honestamente si no fuera por la destreza vocal de Awkwafina y el desarrollo más o menos decente de la idiosincrasia de los tres personajes femeninos principales este sería otro blockbuster infantil/ adolescente/ para adultos tarados que derrapa en un metraje demasiado extenso y una multitud de motivos refritados de realizaciones mucho mejores que sí lograban redondear una épica altisonante que se ratificaba por una peligrosidad que se sentía en las entrañas y que aquí brilla por su ausencia, basta con recordar todo lo logrado por la excelente trilogía que comenzó con Cómo Entrenar a tu Dragón (How to Train Your Dragon, 2010), de Dean DeBlois y Chris Sanders, fábulas perfectas para niños y adultos sensibles que superan enormemente al producto en cuestión, en cierto sentido un rip-off inofensivo y apenas “tuneado a lo Disney” de aquella maravilla de DreamWorks…