El título de esta película refinada y deslumbrante, que es, sobre todo, una fiesta para los ojos, podría referirse a Pierre Auguste o a Jean, padre e hijo, dos artistas gigantes; uno, el gran maestro de la pintura y no sólo del impresionismo, al que aportó tantísimas obras maestras: el otro, nombre descollante entre los directores de cine de todos los tiempos, autor de joyas como La regla del juego , La gran ilusión o El río . En verdad, el film sale al encuentro de los dos en un momento determinado de la historia. En 1915, el joven, gravemente herido en la guerra, llega del frente a pasar su convalecencia en la finca de la Costa Azul donde se ha instalado su padre en busca de la luminosa atmósfera del Sur y los colores vivos y exuberantes que necesita para celebrar en sus pinturas las manifestaciones más bellas de la vida, incluidas por supuesto, las carnes desnudas de los jóvenes cuerpos femeninos.
Pero si al principio el film parece consagrado a retratar los últimos años de la vida de Auguste, cuando su arte parece vivir una suerte de apogeo a pesar de los sufrimientos que padece física y moralmente (a la artritis reumatoide que le ha deformado las articulaciones hay que sumar el dolor por la reciente muerte de su mujer y por la suerte que corren sus dos hijos mayores en la sucia guerra de trincheras), después va cobrando cada vez más peso la figura de su nueva modelo y musa, Andrée Heuschling, cuya presencia -en ella se combinan la sensual belleza física, el espíritu libre, el carácter independiente y el poder seductor- ha obrado como una fuente de Juvencia para el anciano artista.
La pelirroja Andrée (ha sido impecable la elección de Crista Théret para encarnarla) es como el astro refulgente en el centro de este film solar. Y lo es más todavía cuando llega a Les Collettes el joven Jean, a los 21 años todavía un joven indeciso que no se ha decidido por el cine. Gilles Bourdos, que cuenta con la sensibilidad y la pericia del fotógrafo chino Mark Ping Bing Lee, emplea una paleta radiante y nostálgica, lo que puede sugerir que se siente más próximo al mundo del pintor que al del cineasta, pero también es cierto que la luz y los colores son los mismos que dominan la iluminada finca de Renoir y los paisajes que la rodean y los que su pincel, aun con las dificultades que enfrenta para conducirlo, sabe trasladar a la tela.
No pasa mucho tiempo desde la llegada de Jean (Vincent Rottiers, impecable aunque infinitamente más buen mozo que el poeta de las imágenes de Une partie de campagne ) antes de que se enamore de la que tan importante lugar ocupa en la vida de su padre. Ella, segura de sí misma y ambiciosa, sueña con ser actriz y no demora en influir sobre el dubitativo Jean, que podrá ser (y será) quien le confíe sus primeros papeles en la pantalla.
El triángulo se insinúa, pero está tratado con enorme delicadeza, y en todo caso no se trata de un triángulo físico, sino emotivo, y se manifiesta mientras la mujer opera como el puente a través del cual la antorcha del arte pasará de las manos de un as al que le sigue, de padre a hijo, de la pintura al cine.
Son muchos los méritos del film, además del refinamiento de su tratamiento visual, pero entre los que merecen destacarse especialmente está el casting. Ya hemos hablado de los dos estupendos protagonistas jóvenes; el resto del elenco ha sido seleccionado con similar tino y exactitud. En cuanto a Michel Bouquet, no será exagerado apuntar que ningún otro veterano actor francés podía transmitir como él la autoridad de Auguste Renoir y hacerlo con semejante economía de recursos.