La vida del cine
Durante el nuevo milenio Woody Allen dejó de lado toda pretensión de verdadera novedad y se dedicó a una suerte de ceremonias cinematográficas autoindulgentes de resistencia en medio del generoso vacío ya no sólo de lo que el séptimo arte contemporáneo tiene para ofrecer sino de la cultura global en general, esa que muy de vez en cuando nos entrega una obra mínimamente valiosa y que nos satura con basura que viene desde todas las vertientes del espectro industrial, desde el mainstream inflado de siempre hasta un indie cada día más castrado que pareciera que lo único que desea es, precisamente, trepar cuanto antes al nivel del mainstream para también someterse a la lógica de la uniformidad y la repetición ad infinitum de las mismas fórmulas reincidentes. Al ver una película como El Festival de Rifkin (Rifkin’s Festival, 2020) uno comprende que Allen extraña tanto la heterogeneidad y la riqueza de antaño como los grandes autores individuales europeos de mediados del Siglo XX, esos que hicieron madurar al cine llevándolo a la comarca de los adultos pensantes y suprimiendo tácitamente los “finales felices” del Hollywood Clásico, uno que provocó que generaciones y generaciones de norteamericanos viviesen engañados y creyeran que la vida real es de hecho como en las películas más acartonadas, estúpidas y maniqueas del acervo estándar de los grandes estudios yanquis. Aquí el querido director y guionista recupera sus latiguillos y obsesiones con el objetivo de por un lado pegarle a rasgos atemporales del entramado productivo y de las muchas vidas vinculadas al cine, como el narcisismo y la banalidad de ciertas estrellas, directores y hasta periodistas, y por el otro lado ridiculizar la enorme hipocresía de hoy en día en materia de realizadores de cuarta que la van de genios y en realidad constituyen otra estafa conservadora más entre tantas de la actualidad, amén de unos festivales de cine que dicen seguir defendiendo el arte por sobre el negocio cuando en la praxis ocurre lo contrario ya que la taquilla y la vanidad tragicómica instauran las reglas.
La trama sigue los patrones retóricos predilectos de Woody y nos presenta el devenir de un profesor de cine veterano y escritor frustrado llamado Mort Rifkin (Wallace Shawn), señor que siempre quiso publicar una novela eterna a lo Fiódor Dostoyevski y que le relata a su ignoto analista (Michael Garvey) su reciente viaje al Festival Internacional de Cine de San Sebastián con vistas a acompañar a su esposa Sue (Gina Gershon), una agente de prensa unos años menor que representa a varios artistas pero parece dedicar todo su tiempo a un director de cine de pacotilla, el francés Philippe (Louis Garrel), el cual estrena en el festival su nueva y muy alabada película, La Guerra es el Infierno, y viene de un escándalo público porque embarazó a la esposa de un importante ministro galo. Pronto se hace evidente que Sue está enamorada de Philippe y ello le coloca otro clavo al ataúd del matrimonio, una pareja que está en crisis desde hace tiempo al punto de que Mort también pretende buscar el amor por otras regiones y mientras su esposa comparte el festival con su cliente, Rifkin empieza a salir con una hermosa médica española a la que conoce cuando la visita por un dolor en el pecho que resulta inofensivo, Joanna “Jo” Rojas (Elena Anaya), fémina a su vez casada con un pintor bohemio que la engaña, Paco (Sergi López), con el que mantiene una relación conyugal abierta que en la praxis derivó en la frustración de ella y en la felicidad egoísta de él. Apodado “El Grinch” por Philippe en referencia al célebre personaje creado por Theodor Seuss Geisel alias Dr. Seuss, Mort defiende a los maestros europeos de antaño mientras el francés prefiere el Hollywood muchísimo más light de La Adorable Revoltosa (Bringing Up Baby, 1938), de Howard Hawks, Qué Bello es Vivir (It’s a Wonderful Life, 1946), de Frank Capra, y Una Eva y dos Adanes (Some Like It Hot, 1959), de Billy Wilder, planteo que conduce a su eventual separación de Sue y la imposibilidad de formar un nuevo vínculo con Joanna debido a que la susodicha continúa prendida del triste vividor de Paco.
El Festival de Rifkin es uno de los films más redondos, coherentes, entretenidos y cinéfilos que haya entregado Allen en mucho tiempo, en términos concretos hoy retomando aquel paradisíaco contexto español de Vicky Cristina Barcelona (2008), los dardos sarcásticos al culto a la celebridad y al ecosistema de los artistas de Broadway Danny Rose (1984) y Celebrity (1998) y desde ya las ironías acerca de los festivales de cine, su fauna variopinta y especialmente los realizadores de Recuerdos (Stardust Memories, 1980) y La Mirada de los Otros (Hollywood Ending, 2002), esta última permitiendo un punto de comparación porque a principios del Siglo XXI Woody todavía creía en una partición tajante y atemporal entre directores europeos y sus homólogos estadounidenses en materia del sustrato más adulto y pesimista de los primeros en contraposición con la idiosincrasia aniñada y baladí de los segundos, recordemos para el caso que el cineasta que se quedaba ciego en aquella, Val Waxman (el propio Allen), terminaba creando una película que resultaba un fracaso en Estados Unidos y un hit en Francia, no obstante en El Festival de Rifkin el nihilismo cuenta con un alcance universal y ya no se salvan de la mediocridad ni siquiera los europeos, cuya risible idiotez se confunde con la de los paisanos del protagonista. Una vez más tomando como molde principal a la comedia dramática de enredos acerca de la crisis de la vejez, las frustraciones superpuestas del corazón, los desvaríos creativos, la antítesis entre arte y lucro capitalista y un desencanto cada vez mayor para con el espantoso mundo en el que vivimos, el neoyorquino aquí se sirve del genial y poco apreciado en su justa medida Wallace Shawn para edificar otro de sus álter egos hipocondríacos, ultra cultos, verborrágicos e histéricos como ya hiciese en el pasado con Jesse Eisenberg, Larry David, Jason Biggs y Kenneth Branagh, entre muchos otros que aceptaron la siempre difícil responsabilidad de sustituir al artífice máximo en un papel decididamente concebido a su imagen e hilarante semejanza.
Aprovechando la nacionalidad del Philippe de Louis Garrel, él asimismo director e hijo del afamado Philippe Garrel, el norteamericano le dedica loas a la Nouvelle Vague que se suman a su cariño infinito hacia Ingmar Bergman y Federico Fellini y a graciosas parodias/ homenajes directos a películas como El Ciudadano (Citizen Kane, 1941), de Orson Welles, Sin Aliento (À Bout de Souffle, 1960), de Jean-Luc Godard, El Ángel Exterminador (1962), de Luis Buñuel, Jules y Jim (Jules et Jim, 1962), de François Truffaut, Un Hombre y una Mujer (Un Homme et une Femme, 1966), de Claude Lelouch, 8½ (1963), del gran Fellini, y finalmente una trilogía antojadiza de obras maestras de Bergman, El Séptimo Sello (Det Sjunde Inseglet, 1957), Cuando Huye el Día (Smultronstället, 1957) y Persona (1966), todo a través de secuencias en blanco y negro que toman la forma de sueños, fantasías o hasta simples ideas del personaje de Shawn, como decíamos antes un intérprete estupendo que es ayudado por la semi frialdad de Gina Gershon y Garrel y por la sensibilidad extasiada de los maravillosos Sergi López y Elena Anaya, ésta recordada por Frágiles (2005), de Jaume Balagueró, Cuenta Atrás (À Bout Portant, 2010), de Fred Cavayé, y La Piel que Habito (2011), de Pedro Almodóvar. Apoyada además en la belleza de San Sebastián y la Bahía de La Concha y en el sublime desempeño de Stephane Wrembel en la música incidental y los arreglos de composiciones ajenas y el mítico Vittorio Storaro en lo que hace a la fotografía, toda una leyenda y quizás el mejor profesional de la historia del cine en lo que al rubro se refiere, El Festival de Rifkin es en simultáneo una carta de amor a un tiempo desaparecido, el de los grandes cineastas con pretensiones vanguardistas y/ o disruptivas, y un estudio humanista pero no menos meticuloso sobre la oquedad de un presente cultural/ artístico/ simbólico que achata aquella experiencia enriquecedora de antaño para transformarla en un envase superficial y ya carente de garra y peso discursivo propio por fuera de la mera cita…