Se puede entender por qué esta pieza de Ron Harwood sedujo a Dustin Hoffman al punto de hacerlo concretar por fin su debut en la dirección. Es una obra que habla de artistas veteranos, retirados de su profesión, pero todavía apasionados por ella, una historia que no esconde las sombras crepusculares de la vejez, pero prefiere rescatar las pequeñas chispas que se conservan en la voluntad de vivir y son capaces de disiparlas; una encantadora y emocionante pieza de cámara de humor agridulce, más divertida que melancólica, que era necesario recrear con mucho amor y con la contribución indispensable de un conjunto de intérpretes formidables cuya familiaridad con las experiencias y los sentimientos de los personajes que encarnan los relevaban de cualquier artificio. Buena parte de ese ánimo lo recogió Hoffman de los intérpretes que quiso como habitantes de esta casa Beecham de ficción: son viejos artistas británicos de la lírica y otros géneros, incluida una ex estrella como Gwyneth Jones. El envidiable escenario de la Hedsor House en Buckinghamshire favorecido por el elegíaco tono otoñal de la fotografía de John de Borman presta el ambiente; el resto lo pone la sensibilidad de Hoffman para concertar los valiosos elementos con que cuenta.
La pintura de la vida en ese hogar es idílica: los residentes pasan el tiempo haciendo música, cantando, dibujando, leyendo en el extenso parque o en las suntuosas salas y tanto los arrebatos donjuanescos del barítono como los problemas de salud en una comunidad con tan alto promedio de edad son parte de la rutina. También lo son las típicas manifestaciones de competencia entre artistas, sólo exacerbadas con la llegada de la pretenciosa diva snob a la que Maggie Smith presta todo su carisma y su talento. Con ella, dos líneas se cruzan para componer el sencillo armazón dramático que se apoya en diálogos ingeniosos: por un lado su reencuentro con Courtenay, uno de sus ex maridos, cuya relación no concluyó en buenos términos; por otro su negativa a volver a cantar en una gala que este año se hace urgente para conseguir los fondos que evitarán el cierre del establecimiento. Rencillas, algún tropiezo en la salud mental de la mezzo (Pauline Collins, admirable), ciertas clases sobre ópera que Courtenay intercambia con jóvenes expertos en hip hop y la preparación de la famosa gala contribuyen al encanto del relato. Por supuesto, el final es con el cuarteto de Rigoletto , que Hoffman, en atinada decisión, registra desde fuera de la mansión mientras añade un último homenaje durante los titulos del final, que nadie se querrá perder para no dejar de escuchar la maravillosa música de Verdi.