Luego de múltiples adaptaciones inspiradas en el clásico relato, llega la nueva versión cinematográfica de Robin Hood de la mano de Otto Bathurst, conocido por haber dirigido algunos capítulos de Peaky Blinders, y el primero de Black Mirror, el aclamado El himno nacional.
En esta película seguimos a Robin (Taron Egerton), un noble inglés que, tras combatir en las Cruzadas —católicos europeos contra musulmanes— vuelve cuatro años después a su pueblo y vivencia la pobreza en la que este quedó sumido. John (Jamie Foxx), un musulmán que logra escapar en parte gracias a él, lo sigue y lo convence de robarle plata al palacio, para distribuirla, de esta manera, entre los pobres. Luego de un entrenamiento, Robin comienza una doble vida en la que, por un lado, es un ladrón encapuchado, y por el otro, es un Lord, obteniendo información de los más poderosos.
Este film es el primer trabajo de los guionistas Ben Chandler y David James Kelly, y si bien la esencia y el dilema de la historia que intentan plantear son atractivos e interesantes, se falla a la hora de trasladar esto al guion. El principal problema que tiene son sus personajes planos, con arcos dramáticos forzados y confusos. Tanto los antagonistas, el sheriff de Nottingham (Ben Mendelsohn), y el cardenal (F. Murray Abraham), como los personajes que acompañan a Robin, Marian (Eve Hewson), su nueva pareja (Jamie Dornan), y el fraile (Tim Minchin), parecen no tener motivaciones claras o incluso suficientes para justificar lo que están haciendo —y lo que planean hacer.
El mismo Robin le confiesa en cierto momento a Marian que él, en el fondo, creía estar haciéndolo todo para que volvieran a estar juntos. El sentirse motivado a hacer las cosas correctas para obtener su amor más que por ayudar al pueblo, es algo que se reitera durante casi toda la película, y que atenta contra la esencia misma de lo que se intenta construir.
Por otro lado, las escenas de acción están bien dirigidas y cumplen, ya que si bien por momentos el slow-motion es excesivo, y dota al film de cierta inverosimilitud, las coreografías son prolijas, dinámicas y prolongadas. Por esta razón la acción es, junto con la fotografía, lo que más se destaca. Aunque si hay algo que llama la atención en el film es la combinación de estéticas actuales con antiguas, tanto en la vestimenta como en la arquitectura. Este recurso, utilizado principalmente para dar la sensación de atemporalidad —algo que Bathurst declaró explícitamente querer trasmitir— ya fue visto, por ejemplo, en Romeo+Julieta (1996) del australiano Baz Luhrmann, y ciertamente, en aquel caso, le otorgaba un valor extra a la obra. Pero en este film, no se le da a la artística el tiempo ni la atención que se debería para transmitir este mensaje, y termina percibiéndose solo como un contraste injustificado.
Con los diálogos, a su vez, sucede lo mismo, ya que de un momento a otro, los personajes pasan de decir frases míticas y líricas a chistes o ironías. Y eso, lejos de reflejar la frescura o el simbolismo que pretende, termina resultando sencillamente incómodo; como resulta, a su vez, y desafortunadamente para nuestro príncipe de los ladrones, gran parte del film en sí.